No soy digno de entrar en tu casa

En Mayo de 2015 estaba en Roma, mi estadía incluía seis días entre los cuales uno de ellos era un miércoles. Hacía pocos años que Jorge Bergoglio se había transformado en el Papa Francisco y su popularidad estaba por las nubes. Su austeridad, sus rebeldías, su desinterés por los lujos que habían deslumbrado a los Papas anteriores, mantenían viva la esperanza de que éste sea por fin el Papa que cumpliera con la promesa de reformar de una buena vez a la institución de la Iglesia católica, dejar las costumbres del medioevo y acercarse a la actualidad, a la gente que lo sigue.

Todos los miércoles que Francisco se encontraba en Roma daba una audiencia pública a la que podía asistir cualquiera, y si te inscribías con tiempo, podías tener un lugar a metros del pontífice. Fuimos con mi novio y como habíamos hecho la reserva previa nos tocó a dos filas del Papa argentino. La ilusión estaba intacta. Como nosotros, en la plaza San Pedro, había otras parejas de gays (sólo vimos parejas de varones) con la misma ilusión, le estábamos dando tiempo porque 200 años no se modificaban en un 2.

Al finalizar la audiencia se acercó y le dejé una carta que había escrito la noche anterior en un hotel anticuado en Roma Termini. La recibió, la guardó. No le dijimos que éramos argentinos, ni le hablamos del dulce de leche, ni de San Lorenzo o de Cristina o de Macri. Yo sólo quería que, de una vez por todas, la religión que había elegido profesar me reconociera a mí, a mi novio y al sentimiento que nos une que tanto se promueve desde el catolicismo: el amor. Mi carta fue respondida unos meses después cuando a mi casa llegó una carta del Vaticano con unas palabras predeterminadas y una postal con el sello original del Papa Francisco. Debajo la firmaba él mismísimo pidiendo que recemos por él.

Digo que la elegí porque aunque no decidí bautizarme, sí elegí hacer los ritos católicos, lo disfrutaba. Toda mi educación fue laica y estatal, no tenía que ir a misa para tener buenas notas en una materia, iba porque quería. Participé del coro de la iglesia porque quise, nunca comulgué sin haberme confesado antes, y me desviví por llegar a ser monaguillo porque sentía que era un premio con el que se me honraba. Al día de hoy no como carne de animal de sangre caliente los viernes santos y todos los domingos de Resurrección hago mi “trivia de Pascua” en familia: un juego que inventé que gana más puntos quien más datos tiene de lo que pasó en esos días de Semana Santa.

Hoy esa pasión religiosa se ha ido desgastando gracias que la institución cada vez más me muestra esa cara obscena, la de una runfla de pedófilos encubridores, mafiosos corporativistas que te quieren cuando sos pobre pero cuando vas a hacer una donación te dicen “con estas zapatillas que estas donando los pobres se mueren de frío igual” (textuales palabras de una monja en la Iglesia de Nuestra Señora del Valle cuando le llevé unas zapatillas que ya no usaba). A pesar de todo eso siento que sigo siendo ese chico criado a películas de Almodóvar donde se critica contantemente a la iglesia que se adora y a la vez agradece todos los días a la virgencita.

Hace unos días el Papa Francisco volvió a hacer declaraciones que parecen ir la dirección de aquel 2015 donde esperábamos ese cambio hacia el futuro del catolicismo. Pero sólo parecieron. En el documental “Fancesco” presentado en la última edición del Festival Internacional de cine de Roma el sumo pontífice declaró en referencia a las personas LGTB “Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil. Tienen derecho a estar cubiertos legalmente”. Tenemos que convenir que es muy positivo que el Papa considere que las personas LGTB debemos tener derechos civiles porque eso significa que hoy, en la tercera década del segundo milenio desde el nacimiento de Cristo, la iglesia reconoce que al menos somos personas, civiles que deben gozar de derechos. Salimos de esa categoría en la que ni siquiera calificábamos como un mero civil que vive en una sociedad y aporta a ella, algo parecido a lo que pasaba con las mujeres en la Antigüedad o a los negros en los países en los que hasta hace dos minutos regía el apartheid. Muchas gracias Francisco por sacarnos de la misma categoría que en la actualidad compartíamos con los animales.


Fotomontaje de Pinterest

  

Ahora lo curioso es que el Papa Francisco hace de lo que viene haciendo desde que era conocido como el Padre Jorge Bergoglio: opera sobre las cuestiones de Estados que le competen a la política y no a los líderes religiosos. Esto no niega que los líderes religiosos tienen impacto sobre las políticas estatales de los países pero siempre hablando desde el lugar en el que están: el de los representantes de la fe. El Papa no habla de las leyes y la misericordia de Dios para empujar a modificar las políticas de los Estados, habla de las leyes de los Estados. No aclara si la misericordia de Dios Todopoderoso permitirá el ingreso a la vida eterna a las personas LGTB o seguirán yendo al infierno como es la ley católica actual. Tampoco aclara si podemos acceder a los sacramentos de la iglesia católica como la confesión, a comulgar, recibir el perdón o incluso la bendición de las parejas que se aman. Francisco nos dijo que las leyes de la iglesia siguen sin reconocernos, que quien debe reconocernos son las leyes civiles, e incita a los Estados a decirles qué deben legislar y de qué manera. Conserva la vieja idea de que Iglesia y Estado son una misma cosa, como en el medioevo.

El avance planteado con las declaraciones es que para Iglesia católica ya no somos perros, pero seguimos en la era medieval porque insisten en interferir en las leyes civiles. Lo que demuestra es que los líderes católicos todavía se niegan a entender que cuando los ciudadanos necesitamos derechos civiles se los reclamamos a la política y cuando necesitamos la calma del alma recurrimos a la religión. En el mundo actual no debe ser influyente qué religión profesa un político ni a qué político vota un líder religioso.

Seguramente muchos se pregunten cómo es que alguna vez pude depositar un hilo de esperanza en una institución que nos discriminó y discrimina sistemáticamente, y tienen razón, pero como bien dice la biblia: es el misterio de la fe. Nadie sabe bien cómo funciona, por qué ciertos ritos nos calman los estragos que sufre el alma aunque no se traduzca en efectos prácticos. No tiene lógica, por esa razón son inconmensurables cuestiones civiles (en las que debe aplicarse la lógica) y cuestiones religiosas (en la que sólo aplican los sentimientos).

Quizás debemos entender que la Iglesia católica, a diferencia de otras religiones, lleva en su naturaleza conceptos anclados en el medioevo y en el patriarcado. Creer que esto pueda cambiar alguna vez es como la fábula de la rana y el escorpión, que decía algo así como que un escorpión quería cruzar río y la rana no quería cruzarlo porque temía a ser picada y morir. El escorpión la convence argumentando que si la picaba, ella moriría envenenada y él ahogado, por lo tanto no le convenía. La rana accede y cuando están en el medio del río el escorpión la pica “¿Por qué hiciste eso? Vamos morir los dos” dijo la rana, a lo que el escorpión respondió “No me pude aguantar, es mi naturaleza”

 

Foto de mi visita al Papa en 2015

 

Volví a Roma un par de veces más e incluso volví al Vaticano, no volví a las audiencias papales. Si hoy tuviera la posibilidad de escribirle otra carta al Papa, le diría que sé que para la Iglesia católica no soy digno de entrar en su casa y aun así, ni siquiera tienen una palabra que baste para sanarme.  

 

Publicado por Juani Martignone

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