La devaluación democrática
Voté por primera vez año 2001, a los 18 años (en aquella época esa era la edad permitida para votar), en un país regado de nafta con chispas siempre a punto de prender; que luego de haber metido mi voto desesperanzado en la urna, una prendió, llevó a la otra y el reguero incendió por completo una ciudad, un país, una economía, un sistema político. Este bautismo de la vida electoral lacrado con fuego y muertos me marcó un límite de hasta dónde puede llegar el hartazgo cuando la política sólo gira en torno a su ombligo. A la vez, cuando se retiraron los cadáveres de Plaza de Mayo, se limpió la sangre y se estabilizó el sillón de Rivadavia, sentí un tipo de orgullo de la sociedad y Estado en el que vivía, porque ante el retumbar autoinfligido de sus propias bases, la salida elegida fue la salida democrática; el sueño de Alfonsín se mantenía vivo. A diferencia de otras crisis, no menos graves, la sociedad o la oposición no salió a golpear las puertas de los cuarteles, prendió la tele y par