La devaluación democrática
Voté por primera vez año 2001, a los 18
años (en aquella época esa era la edad permitida para votar), en un país regado
de nafta con chispas siempre a punto de prender; que luego de haber metido mi
voto desesperanzado en la urna, una prendió, llevó a la otra y el reguero
incendió por completo una ciudad, un país, una economía, un sistema político. Este
bautismo de la vida electoral lacrado con fuego y muertos me marcó un límite de
hasta dónde puede llegar el hartazgo cuando la política sólo gira en torno a su
ombligo. A la vez, cuando se retiraron los cadáveres de Plaza de Mayo, se
limpió la sangre y se estabilizó el sillón de Rivadavia, sentí un tipo de
orgullo de la sociedad y Estado en el que vivía, porque ante el retumbar
autoinfligido de sus propias bases, la salida elegida fue la salida
democrática; el sueño de Alfonsín se mantenía vivo. A diferencia de otras
crisis, no menos graves, la sociedad o la oposición no salió a golpear las
puertas de los cuarteles, prendió la tele y participó pasivamente de un
Congreso que discutió hasta que volvió a encarrilar todo el desastre; con los
mismo, sí; con promesas incumplidas, sí; también con el desprendimiento de la
mitad de la población bajo la línea de pobreza, sí; pero sin militarismo.
De los temas tópicos de moda en esta
campaña escandinava de siete meses, además de estar la democracia como palabra
más pronunciada, también está la dicotomía entre shock o gradualismo. Hoy, como
en 2001, ya tenemos a la mitad de la población bajo la línea de pobreza,
también tenemos delicias palaciegas y corruptelas que la política ejerce a
cielo abierto y stories de Instagram, sólo que sin previo debate. Como a una
rana, que se la cocina metiéndola viva en agua fría hasta hacerla hervir para
que no lo note, desde el 2001, la política que supimos conseguir logró
reacomodarse para que no nos diéramos cuenta y mantener las mismas prácticas
populistas que los mantienen en esos asientos calentitos, pero en capas
sutiles, sedimentos de una ola que toca y se va, y que al cabo de veinte años nos
encontramos con una roca que trae otra vez la misma discusión: la dinamitamos y
la devastamos todos los días un poco con una lima de uñas.
Podemos asumir que Cristina Fernández se
hizo tan o más rica que Menem en la función pública, accediendo tan solo a su
patrimonio en blanco, sin embargo, nunca la vamos a ver pavoneándose en una Ferrari
Testarossa porque ella es la reina sin goce, ese que no le perdonan al
cumple Fabiola o al yate Insarrualde: si hay montañas de privilegios en un país
de niños pobres, que no se note, que no nos vean. Basta con escuchar o leer al
periodismo culposo de su kirchnerismo que se preocupa más por entender cómo se
filtró la imagen que lo que la imagen muestra; podían hacerlo, lo que no podían
era mostrarlo. Y los índices que están a la mano de cualquier mortal que le
interese genuinamente un mínimo de la situación social que atraviesa el país,
dejaron de ponerse en primer plano con un avatar de De la Rúa festejando un
punto más de riesgo país, y pasaron a la tira superior de todos los diarios
online, junto al valor de los siete dólares y de la tasa de interés; la capa
geológica parte de nuestra cotidianeidad, algo que ya no escandaliza, algo a lo
que nos acostumbramos, de la misma manera que nos acostumbramos a que haya
familias enteras cuyo hogar es literalmente la calle, con colchones y muebles
incluidos; a que a la noche ya no merodean los chorros sino los fisuras en
busca de paco; a que Rial y Jonhy Viale se hayan vuelto dos referentes del
periodismo argentino.
Del acostumbramiento manso, del agua que
nos hierve como ranas vivas, es de donde se sirven los personajes de la oferta
electoral 2023, para presentarse con total impunidad como candidato a gobernar
este país porque saben que la sociedad está tan domesticada a base del miedo
del 2001, que por más que vean a un político revolear bolsos y metralletas en
un convento, festejar cumpleaños mientras los cánceres que mataron a nuestros
familiares no eran detectados por una cuarentena que daba rating, espiar a
propios y ajenos para seguir en su endogamia, la sociedad ya no sale a
vandalizar las puertas del Congreso, la Casa Rosada o la Quinta de Chapadmalal
al grito de que se vayan todos. Nos acostumbraron como cabras que siguen
a su pastor por sobre superficies inflamable con llamas a los costados. Nuestra
democracia imperfecta, siempre mejor que una dictadura.
“Es la democracia, estúpido” podría
decir nuestro equivalente de Bill Clinton, si es que existe, para bien o para
mal, cuando el elefante está en la habitación y no lo vemos. Esa democracia que
hoy algunos la ven en peligro porque en frente tienen un candidato que exuda
rasgos autoritarios; rasgos de los que ya hizo gala Cristina Fernández y su
marido Néstor Kirchner que parecen calcados en un personaje como Milei: el
desprecio por el periodismo, el escrache y el insulto a quien no piensa como
ellos, la revisión sesgada de una historia que ya tenía su panteón tallado en
mármol, la pretensión del ir por todo. Aun así, y con un 54% de gente
apoyándolos, y con una pobreza estructural maquillada con vacaciones en Tecnópolis
y fines de semana de Fútbol para todos, los gobiernos kirchneristas no
fueron una dictadura. La democracia que supo resolver la crisis del 2001, fue también
la que detuvo el proyecto de Cristina eterna, con un Massa opositor a la
cabeza. Milei hoy se presenta a elecciones libres, presenta programa de
gobierno, cosa que no hizo ningún otro candidato, se presenta los debates, y
hasta el momento, la experiencia nos dice que respeta todos los resultados; las
sensaciones son cuestiones personales que cada uno dirime con la almohada o en
un cuarto oscuro. Enojarse con la democracia cuando no nos devuelve lo que
deseamos es lícito, pero no por eso deja de ser democracia; el 54% en el 2011 también
fue democrático para mí, que no me gustó.
La visión de que cuando el pueblo elige
lo que está dentro del rango de lo que uno puede tolerar, es democrático, pero
cuando elige opciones que nos resultan intolerables la democracia está en
peligro, es una visión altamente clasista, de esos que están a un grado de
separación de exigir el voto calificado; no es la visión de un defensor de la
democracia. Es el mismo clasismo que se ve detrás de las mil capas de barniz
progresista que se aplican, cuando deben ejercer otro de los conceptos it
del momento: la empatía. Si se practicara tal como nos martillan en cada acto
de vida cotidiana podrían intentar comprender que a una persona que se fundió
en la cuarentena, que le sacó a los hijos de la escuela, que sabe no van a
llegar siquiera a un nivel mínimo para entrar a la tan promocionada universidad
gratuita, que comen sólo dos veces al día, que sobreviven con un trabajo que no
tiene las alabadas paritarias ni el derecho a aguinaldo; poco les importa debatir
si fueron treinta mil u ocho mil, porque las emergencia los apremia, porque
resolver una cifra no les va a solucionar su problema cotidiano en la compra
del supermercado. Esas expresiones me asustan a mí y todos los que, como yo,
gozamos de un Estado que sí nos dio educación y un presente que nos encuentra
sostenidos por los resortes de una vida que no se llena de lujos pequeño burgueses
que me permiten sentarme horas a escribir pensando sobre este tema. Saber que
pase lo que pase tenes dos o tres redes de contención te cambia la perspectiva
y al menos el 40% de población no tiene los privilegios y el tiempo que tengo yo
para asustarse de un desvelado standupero con pulsiones autoritarias. Podría llenar
de memes para explicar la importancia ontológica, peligrosa a nivel simbólico e
histórica que tienen los discursos del candidato Milei, pero eso no calmara la
angustia de quienes sufren en este país, seguirán siendo temas de discusión de
bibliotecas de gente sin problemas reales.
En la Argentina el voto ideológico es
otro de los lujos que puede darse la gente que se encuentra de lado de la
grieta que piensa y define sus actos con la panza llena, poco importa si el
decil más acomodado de la sociedad siente miedo y no es capaz de ver una horda
de nuevos pobres que viven en las orillas del Estado. Enfocarse en eso, es
volver a girar alrededor del ombligo de la política, es un mensaje social no
entendido, es Massa creyendo que el Colegio Carlos Pellegrini es la educación
pública de la que goza cualquier pibe en la Argentina; es creer que la gente
tiene más miedo a que vuelva un servicio militar obligatorio que, gente como
yo, con más de cuarenta años, desconocemos; es desconocer que quien espera el
colectivo para ir a trabajar a la cinco de la mañana en una parada del
conurbano bonaerense está preparada para que la maten por un celular. La
desconexión de la política tradicional con la realidad es un acto auto
compasivo para no ver que vivimos en un país miserable, en términos de Victor
Hugo, o lumpen, en términos de Karl Marx; que una mitad de la población vive con
lo que la otra mitad desprende, llámese plan social, subsidio o caridad.
La opción que se pinta de democrática es
la de un peronismo que no hace autocríticas, que utiliza siempre mismos los
argumentos del miedo. Macri también iba a privatizar la educación, derogar el
matrimonio igualitario, iba a generar políticas que hiciera que faltaran
medicamentos oncológicos, y nada de eso pasó. El problema de jugar al pastorcito
mentiroso es que de tanto exagerar para obtener atención, ahora, que el
lobo (o el león) está acá, pero ya nadie les cree. Devaluaron su propia palabra
como devaluaron todas las luchas volviéndolas partidarias excluyentes, cuando
los desaparecidos que les importaban eran solo los peronistas o las víctimas de
violencia de género nunca fueron las víctimas de los patriarcas del PJ.
Democracia sólo para peronistas no es democracia. Tampoco lo es querer cargarse
medios, jueces, a cualquier gobierno democrático cuando están fuera del poder, usar
los recursos del Estado a su favor, para enriquecerse o para hacer proselitismo,
o transformar los entes estatales en unidades básicas a su favor. Si son la
opción que aboga por la democracia que nos definan qué democracia están
dispuestos a brindarnos.
Matar a una democracia no se da en las
manos un solo tipo al que llamamos dictador; las democracias se socavan, se
degradan, se devalúan y cuando están agonizantes en el suelo se la mata por
piedad, resignación o con la esperanza de que crezca algo mejor, algo más
fuerte y nuevo; una esperanza boba quizás, pero no está lejos del andamiaje ideológico
de universitarios que creen en Mercurio retrógrado. Nuestra sociedad se
divide en una mitad que recibió algún tipo de educación formal y no puede leer
dos carillas seguidas ni comprender dos subordinadas juntas; la otra mitad no
pierde el tiempo en la escuela porque hay una olla que parar. La lenta
degradación se viene advirtiendo desde antes de que pronunciemos el nombre de
Javier Milei, pero sin la capacidad de poder reducirlo en una sola placa o un
solo videíto cortito para que puedan compartir en sus redes sociales para que
puedan desarrollar su voto ideológico, porque construir una ideología es difícil,
angustiante, decepcionante, y bastante largo en el tiempo; no corre a la
velocidad de las redes.
La democracia que limita poner proyectos
autoritarios, la democracia que debatió hasta el desvelo el aborto, la
democracia que representa a las minorías que no votaron por el candidato
ganador mediante la oposición, no es la que se circunscribe en una stories para
ganar una contienda electoral, no es un videojuego con opciones maniqueas. Cuando
reducimos la democracia a una mera competencia, la estamos devaluando, y cuando
elegimos como arena de esa competencia las redes sociales, no sólo la estamos devaluando,
sino que le estamos dando la posibilidad de ganar, no a los que mejor piensan,
sino a quienes lo hacen más rápido, más locuaz, los que mienten mejor, los que
saben jugar al juego de ideas y posiciones ideológicas que esfuman en treinta
segundos. Cuando se quita la complejidad sólo queda la competencia, y para la
gente que no fue educada en la democracia como herramienta, solo importa quién
gana.
Milei en el mejor de los casos será un incompetente; en el peor hará lo que promete. Massa empoderado es peronismo empoderado: van por todo. Quitarle legitimidad al ganador de la competencia con el voto en blanco, los domestica, los hace caminar con cautela, y tenemos precedentes en la historia, quizás no es la historia mainstream, la que pueda generar impacto para un meme; pero esa historia tampoco es digna de olvidar.
Elijo a mis candidatos convencido, no bajo
extorsión ni a punta de pistola, lo hago libremente por aquello que sé que
podré defender durante los próximos cuatro años, porque no quiero ser como los
que hicieron campaña por Alberto Fernández. Votar menos malo es asumir que la
oferta es mala, pero decirle a uno de los candidatos que es bueno. Yo elijo
decir con mi voto, qué pienso.
Publicado por Juani Martignone
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