El alrededor florece; mi cuerpo perece

Mi mamá cuenta que fue para mi cumpleaños de siete cuando le respondí que no; que no quería festejar mi cumpleaños, no quería ningún tipo de festejo. Gracias a la ayuda de memoria de mi madre es que podría definir que desde los siete años odio mi cumpleaños y todo lo relacionado a él. Del mismo modo que es difícil dejarse lamer un muñón o que te halaguen los kilos que te queres sacar de encima, también es difícil dejarse querer el día que preferís que no exista en el calendario, el día en el que naciste. Como no entiendo todavía el meollo que nos lleva a permanecer en este mundo sobreviviendo y buscando huecos para llenarlos de felicidad efímera, es que no encuentro la espectacularidad de nuestro ingreso a la vida. Quisiera pensar mi existencia como alguien que ya estaba ahí, que entró sin molestar, que intenta hacerse parte de la escenografía y que cuando se vaya lo hará en fade, como entró. Pero como refugiarse en la pedantería del snob es la técnica más sencilla para justificar la grosería, cuarenta y dos años, algo me han enseñado y entendí que para el alrededor los hitos personales, como un cumpleaños, son importantes; aprendí, e intento aprender, a abrir la puerta que deja entrar los buenos deseos de la gente que te rodea. En un mundo donde cada vez es más difícil encontrar que te dediquen un deseo lindo que no sea un like en una red social, que alguien te regale dos minutos de su tiempo para decirte algo lindo en un clima de odio constante, es el mejor regalo, es algo que se debe agradecer, aunque odies tu cumpleaños, porque justifica tu estadía en esta vida.




Cuando escuché que la banalidad era un descanso, encontré el justificativo de mis guilty pleasures para dejar de pedir perdón, para explicar por qué alguien que lee tanto y está constantemente pensando algo se derrite ante los contenidos faranduleros basura y llora desconsolado cuando vuelve a escuchar a Romina Yan cantando. La edad nunca fue una banalidad. Aunque tuve un período que no duró ni un lustro en el que mentí mi edad diciendo que tenía veintidós cuando tenía veinticuatro o veintiséis, la edad no es la culpable de teñir con angustia y desconcierto los ocho de septiembre desde 1989. Siempre asocié la juventud con la ignorancia, con estar al principio de un camino que falta recorrer para al menos saber algo, entender qué hacemos de nuestra existencia, además de consumir oxigeno y explotarnos de nihilismo. No desprecio la juventud, tampoco la pondero; la veo como lo que es: una etapa de la vida en la que se tiene mucha fuerza y poco conocimiento. Cuando uno crece anhela aquella fuerza perdida con la juventud, porque entonces, el conocimiento adquirido sería más útil y efectivo.

En mi círculo más íntimo una de las máximas que me define y que se apoya sobre hechos reales, es que soy una persona que puedo llorar en las situaciones más inverosímiles: un relato en Gran Hermano, una entrevista a Bad Bunny o una clase de GAP en la que la profesora nos dijo que confiemos en nosotros. Uno de mis llantos que más causa gracia, fue cuando fui a ver la obra Fuck me. En el medio del público, en la platea del teatro, dispersos entres los espectadores, cuatro chicos se desnudaron completamente delante de todos y se fueron al escenario a hacer dotes de sus cuerpos dotados y fornidos en un show que respiraba sexo y corporalidad. En pequeños intervalos cada uno de los hombres objeto que tenía la obra como protagonistas, desnudaban lo único que les quedaba por mostrar: sus pensamientos más internos, más profundos. Estaba el chico de cara fea, muy fea, que, tras el bullying recibido en su juventud, había decidido transformar su cuerpo obsesivamente a fuerza de mancuernas de gimnasio, hasta hacerlo deseable y hoy aunque seguía con su cara fea, se llevaba para sí, todas las miradas lascivas. Después estaba el hombre, también de cuerpo de gimnasio, obsesivo de la estética que contó que cuando pasó los cuarenta, se dio cuenta que su cuerpo empezaba a morir, a degradarse, a perder la ductilidad de los veinte, la posibilidad de dormir pocas horas, comer mal, pero resolverlo con media hora de gimnasio. Ahí lloré; lloré porque, hoy, hace dos años que mi cuerpo también se empezó a morir. Y evitando el descanso que nos provee la banalidad, uno no solo empieza a morir en cuerpo, sino que también olvida más, lee más lento, se autoimpone exigencias que llenan el hacer diario de límites, se da cuenta que para todos sus planes ya no queda tanto tiempo, que, si en cuarenta años construí diez, en otros cuarenta no voy a construir los noventa que me faltan. Uno empieza a amigarse con los medicamentos, a reconocer cuándo está cansado, a decir que no.

El conocimiento que te trae los años incomoda porque acota las ilusiones y la conciencia que te deja ese conocimiento se vuelve un peso que no deja de acompañarte. Cuando las balas pegan cerca, es la conciencia la que te pone ante todos deseos la idea de finitud. A quienes nos tocó toparnos con la muerte mucho antes de lo que pensábamos, quienes vivimos con el suspiro de la muerte en la nuca, se nos arrebató la inconciencia de lo finito de la vida, vivimos en la incertidumbre, en una tómbola donde a veces las cosas que no esperamos, pasan. Hace unos días volví a llorar en el gimnasio, en la cinta, mientras leía Pastoral americana de Philip Roth. En su tercer capitulo dice, en su idioma original, “People think of history in the long term, but history, in fact, is a very sudden thing.” (La gente piensa en la historia a largo plazo, pero la historia, en realidad, es algo muy repentino) ¿Cómo vivir una vida que se plantea como la sucesión de hechos repentinos? Esas son preguntas que nos hacemos cuando el cuerpo se empieza a rendir y la mente a expandir, para atrofiar más el cuerpo y martirizar más la mente.

Tengo una amiga con la que nos queremos profundamente, nos amamos desde chicos y no nos hablamos tan seguido, tampoco pensamos lo mismo, diría que pensamos exactamente lo contrario, somos la antítesis, el enemigo natural intelectual. Un día esa amiga a la que hacía mucho que no veía, pero su cariño todavía estaba cálido dentro de mí, me regala un evento repentino de la vida: me llama para contarme que le estaba pasando algo verdaderamente hermoso, algo que había esperado hace años, algo que ambos habíamos esperado que le sucediera hace años y me pidió si podía ser yo quien coprotagonice junto a ella. Ese día fui al baño de la oficina a llorar, porque quizás el meollo de la existencia se encierra en esa pequeña trascendencia que dejamos en alguien, alguien que a pesar de que no piensa como vos, te quiere como coprotagonista de su vida. Quizás son solamente estas pequeñas hechos repentinos los que justifican que cada año en la existencia sea un logro digno de festejar. Quizás se un nuevo conocimiento que adquiero mientras mi cuerpo perece.                  

 

Publicado por Juani Martignone.

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