Gays de Estocolmo
Termino de ver el segundo capítulo de “Veneno” con lágrimas en los ojos. Acabo de entender que lo que le pasó a Joselito en un pueblito de España, Adra, en los años 70 fue casi lo mismo que me pasó a mí a 5000 km de distancia una veintena de años después. Comprendo de una manera bien gráfica por qué es importante para los LGTB poder tener una comunidad en la cual desarrollarse y refugiarse. No importa la distancia o el tiempo, todas las personas LGTB vivimos algo parecido. Y si no lo vivimos, podemos entender que fuimos unos privilegiados del destino, porque tranquilamente nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros alguna de esas historias de discriminación, vejaciones o abusos de todo tipo.
La serie española “Veneno” cuenta
la historia de estrella trans de la TV de los 90: Cristina Ortiz, La
Veneno. Desde sus inicios en un pequeño pueblo donde nadie comprendía
por qué José Antonio Ortiz era un niño tan “raro”, hasta sus últimos días que
incluyeron una estancia en la cárcel. En tan sólo 8 capítulos la historia de
esta mujer recorre todo tipo de abusos y violencia que se van asentando como
capas geológicas y terminan formando una personalidad explosiva: la violencia
de los padres que no comprenden, la de los chicos del pueblo que gritan
“maricón”, la de los tapados que se refugian bajo una pareja heterosexual para
el afuera pero adentro buscan homosexuales, la violencia física, la laboral que
expulsa a quien no se adapta a los cánones de la heteronorma, la violencia
mediática que ridiculiza o la institucional en su más amplio sentido.
La serie es un dramón patrio LGTB, pero sobre todas las cosas, es un mensaje de esperanza en medio de las sombras. Pone el foco sobre la única luz que nos promete abrir los caminos para que nosotros y nuestro futuro pueda caminar más libremente: la comunidad LGTB. De la misma manera que nosotros caminamos con orgullo de lo que somos, aun cargando a cuestas los abusos sufridos en el pasado como cicatrices indelebles que curtieron nuestra piel para los abusos que sufrimos hoy, es que, con sus errores y aciertos, Cristina La Veneno, logra tener una vida plena. Y lo hace gracias a lo mismo que pudimos arrancar a hacerlo cualquiera de las personas LGTB: apoyándonos en una comunidad que nos cuida, nos protege, nos informa, nos contiene, nos comprende y en la que no es necesario simular o guardarse comentarios que puedan sonar como de mal gusto.
El final del capítulo 6 se vuelve
un mar de emoción cuando el sentido de comunidad se expresa de una manera bien
explícita. (Spoiler alert) Tres chicas trans, La Veneno, Paca
y Valeria, se ven asaltadas por el ex novio golpeador de una de ellas, y entre
todas se defienden del abusador con las armas domesticas que encuentran. Hacía
apenas unos días, Valeria, la única que nunca se prostituyó, había sentido la
necesidad de estar con ellas. “Si una de nosotras me necesita, debo estar ahí.
Son mi familia” le dijo a su novio refiriéndose a la comunidad trans que la
cobijó. Es ella la que toma una vieja hoz y amenaza al violento: “¿Sabes por
qué a las chicas las tratan como tú? Porque hay mujeres a las que les han hecho
creer que no merecen nada bueno”. En una escena formidable las 3 logran amedrentarlo
hasta sacarlo de la casa, pero a esta altura de la serie ya no suena a epopeya,
ya vimos varias veces antes a todas las chicas trans que se prostituían en el
parque de oeste aunarse para echar a esos tipos que sólo se acercaban para
violentarlas porque consideraban que no merecían nada bueno. La comunidad
trabajando como comunidad en su máxima expresión. Cuando las 3 ya están fuera
de peligro, Paca relata en off: “No todas tenemos la misma suerte. Porque
no todas venimos del mismo sitio, pero sin embargo, vengamos de donde vengamos,
de alguna manera todas somos la misma. En algún momento de nuestras vidas hemos
vivido las mismas luchas, las mismas injusticias, las mismas violaciones, los
mismos dolores, los mismos sueños”.
En una serie biopic, Paca
(la única actriz que se representa a sí misma) define casi con exactitud qué es
ser parte de una comunidad, qué es una comunidad y por qué importa estar
inserto en ella. Está claro que no todos somos los mismos, nuestras historia no
son las mismas, los privilegios con los que nacimos tampoco se parecen y
claramente podemos tener diferencia de criterios o distintos pensamientos
políticos, aun así, algo más grande nos une: la lucha por ser reconocidos en un
mundo que no se preparó para nosotros, como así también los sueños de igualdad
de trato y condiciones. No somos iguales, pero ver en otro lo que pudo ser
nuestra historia es tener empatía, es comprender que en líneas generales
queremos lo mismo porque a todos nos negaron lo mismo.
Aunque parezca extraño, en la
comunidad LGTB de nuestro país a veces priman otros valores por encima de
la comunidad misma, como si perdiéramos el foco de dónde venimos y hacia dónde
pretendemos ir y nos detengamos en detalles como la boleta del partido político
que ponemos en la intimidad de un cuarto oscuro. El evento que lo hizo
tristemente visible fue la tradicional marcha anual por orgullo LGTB
que se hace habitualmente los primeros días del mes de noviembre. Como en ese
momento aun regía una cuarentena que restringía las reuniones al aire libre de
más de 10 personas, la misma se suspendió y se propuso hacerla de forma
virtual, a pesar que exactamente un mes después sí estuvieron habilitadas
multitudinarias marchas a favor y en contra del aborto o para despedir a
Maradona.
Una de las luchas más importante,
sino la más, que enfrenta la comunidad LGTB, es la del prejuicio que toda
nuestra homosexualidad sólo es aceptada si la expresamos en la intimidad de
nuestros hogares. Entre otras cosas, el sentido de la marcha del orgullo es
intervenir el espacio público, irrumpir en él y mostrarnos tal como somos,
salir de los closets en los que nos quieren meter y mostrarnos con nuestros
aciertos, con nuestros errores, feminizados, masculinizados, andróginos, serios
o completamente estúpidos. Mostrar que nosotros también tenemos el derecho de
ser mediocres como cualquier persona que no es LGTB. Las banderas
políticas, los petitorios o los apoyos de figuras políticas, pasan a ser un
aderezo cuando nos mostramos como nadie nos quiere ver: ese es nuestro acto
político fundamental.
Es cierto que quizás mereció una
discusión previa, ya que estando en pandemia es necesario analizar las
aglomeraciones de personas por más que sean al aire libre. Y aunque con las
marchas anteriores se confirmó que las manifestaciones a cielo abierto no
representan grandes riesgos, el rechazo a hacerla de modo presencial sólo
porque al presidente no le gustan, no es una motivo válido para dejar de
hacerla. Sabemos que nunca gustan, que siempre nos van a criticar por ensuciar,
por exhibicionistas, por promiscuos, por inconscientes. Sabemos que los
disturbios de Stonewall, que dieron el origen a las marchas del orgullo en el
mundo, tampoco fueron organizados, tampoco le gustaron al poder de turno, pero
¿cómo ganamos la aceptación? ¿Pidiéndoles permiso a las autoridades o ganando
nuestro derecho visibilizándonos? Por más que nos lo pida el político que más
nos guste ¿en serio tenemos que claudicar en nuestra lucha hincándolos ante el
poder? ¿Vamos a permitir que nos secuestren en nuestras casas impidiéndonos nuestro
derecho a visibilizarnos porque no le hace bien al partido que le gusta a la
mayoría? ¿Acaso vivimos el síndrome de Estocolmo que nos enamoramos de quien
nos secuestra?
Ante esta imposibilidad, un grupo
LGTB,
en su mayoría varones gays, organizaron espontáneamente una marcha clandestina
en la que no hubo banderas, ni peticiones, ni apoyo a políticos. Hubo música,
glitter, poca ropa y cuerpos musculados. Pero este síndrome de Estocolmo en los
gays que se enamoran de los que te tienen secuestrado para no te expreses
mientras otros, como los movimientos sociales, ya se expresaban libremente,
salieron al cruce y lo hicieron con todo el armamento prejuicioso con el que
durante años nos persiguieron: “van a coger” “es una fiesta para tomar popper”
“son huecos bailando y mostrando sus músculos” “Son egoístas”. Cuando el
político que les gusta a algunos mete la cola, ya no hay lucha ni sueños
colectivos, la comunidad se rompe.
En el último capítulo de “Veneno”
una bibliotecaria no binaria le dice a la escritora que biografió la vida de La
Veneno: “A mi Cristina, en realidad, es que no era muy fan, nunca me
gustó, o sea, entiéndeme, como referente porque luego era muy graciosa, pero
siempre he pensado que era como ese estereotipo de mujer trans, muy preocupada
por su cuerpo y por encajar en ese referente binario de mujer cis ¿no? Pero,
oye, cuando leí tu libro, me di cuenta que ella nos abrió el camino para que
nosotras podamos correr ¿no?” y entonces el concepto de comunidad volvió a
tomar sentido. Quizás tengamos cuerpos cis musculados, no seamos inteligentes y
con conciencia de clase o sólo nos importe ligar sexo en una marcha, pero eso
no nos quita que somos parte de una misma comunidad que necesita estar unida
para enfrentar a esos que nos hay hecho creer que no merecemos nada bueno.
Discutamos todo lo que haga falta
sin debilitar nuestro único espacio de lucha sueños compartidos: nuestra
comunidad, la comunidad LGTB.
Publicado por Juani Martignone
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