Vamo´ a perrear, la vida e´ corta
Como todos los fines años Spotify te propone revisar qué fue lo que escuchaste en el año. Si descubriste un artista, si hubo algún podcast que te mantuvo en vilo, si escuchaste un tema una y otra vez sin parar, o con qué géneros y artistas tenes más afinidad. Básicamente te blanquea el perfil que elabora en base a tus búsquedas. Los usuarios, lejos de sentirnos perseguidos por una app que te está explicitando los parámetros con los que te va a hacer recomendaciones, nos sentimos orgullosos de mostrar quienes somos a la hora de escuchar música y lo compartimos en nuestras redes sociales.
La música siempre ha sido un
factor clave en el ordenamiento de la personalidad y en el sentido de
pertenencia de algo mayor, formando lo que luego se llamaron “tribus”. La
“nenas” de Sandro sienten orgullo de haber sido las seguidoras más fieles del
fallecido cantante y que muchos años después, la misma lógica se vio con las
“belieber” de Justin Beiber. Pero además de marcar fidelidad también provoca
antagonismos como los “team Lali” contra los “team Tini” que no sólo son
potestad del pop, el rock tuvo enfrentados a los “ricoteros” con los fan de
Soda Estero cuando ambas bandas estaban en pleno apogeo. Y si quisiéramos
analizar un poco más la influencia de la música en quienes somos, podemos decir
que tuvo que salir a la luz Nirvana para que se ponga en boga la
cultura grunge o que alguien que escucha Nightwish probablemente
se vista estilo gótico.
Está claro, no hay mejor carta de
presentación que mostrar qué música escuchamos. Somos la música que escuchamos
y es por eso que si podemos, agregamos esa canción que nos gusta a nuestras
stories porque queremos que los demás sepan que escuchamos eso en particular y
no otra cosa. A esto tenemos que sumarle también la llegada hace años de los podcast
que hoy se han vuelto un consumo mainstream y Spotify también sabe cómo
explotarlo porque como sucede con la música, no es lo mismo ser un oyente de
las reflexiones de Luis Novaresio que de las de Baby Etchecopart, ni escuchar
un podcast
de libros que uno de economía o de una de las ficciones por entregas que dan
audio, al viejo estilo de radioteatro. Somos la música que escuchamos, las reflexiones
que escuchamos, los temas que escuchamos. Somos todo eso que escuchamos en el
más amplio de los sentidos y es justo querer compartirlo, compartir quienes
somos.
Por estas razones es que yo, como
tantos otros, también compartí mis “afinidades audibles” en las redes y resultó
que el artista que más escuché en 2020 fue Bad Bunny. Me imaginaba que quienes
me conocen no pudieran entender esta preferencia y estén esperando otra cosa,
ya lo había vivido en 2019 cuando mi artista favorito fue Paulo Londra. Muchos
saben mi pulsión, o más bien mi necesidad, de estar en el mainstream, a la vez de
mantener una amplia batería de clásicos de los buenos los no tantos en mi haber
(tengo un disco en vinilo de Pedrito Rico, eso sólo lo define). A la vez trato
de no sentenciar a la música sin escucharla y comprenderla, porque con mis
años, que son muchos pero no tantos, he visto como música que fue muy
bastardeada luego se transformó en objeto cool de las elites sobre
escolarizadas que se autoperciben como progres. Siempre cuento que antes de
que les chiques no binaries se fascinen con Pablito Lezcano tocando en el Centro
Cultural Matienzo, ese artista en los 90 era un paria porque la cumbia era de
lo más marginal y grasa que podía existir. Y mis padres me contaron que sucedió
algo parecido cuando Cacho Castaña se volvió el objeto de adoración cool
de chicas feministas y chicos deconstruidos. Quizás sea por eso que no suelo
sumarme a las olas de cancelación que rezan que todo lo nuevo no es bueno, es
de baja calidad ni aporta como aportaba la música anterior. Lo hicieron los
tangueros con los rockeros, los rockeros con los cumbieros y hoy lo hace el soft
rock cool y el viejo establishment musical con los reguetoneros y
traperos.
Discutir los gustos musicales no tiene sentido ¿quién puede discutir lo que le gusta a otro si no jode a nadie? ¿Quién tiene semejante autoridad moral para hacerlo? Pues yo no, por eso no lo hago. En cuanto a la musicalidad y la calidad de los productos, como persona que no tiene ritmo ni para cantar el feliz cumpleaños, tampoco hablaré, para eso hay millones de especialistas que están ávidos de que su opinión autorizada se escuche. Aun así, como me sucede con cualquier hecho artístico, ya sea una película, un cuadro o un libro, la calidad claramente pesa, pero no es lo que determina si me gusta o no, sino cuanto me entretiene o me mantiene el hecho estar frente a esa obra: he leído libros de autores prestigiosísimos que no me gustaron y he tenido la suerte que estar frente a algunas de las obras de arte más reconocidas del mundo que no me han movido ni un pelo. De modo contrario también he disfrutado muchísimo de arte de bajísima calidad que me hacía mover el cuerpo o estar colgado frente a una pantalla. No soy un amante del arte, soy un “disfrutante” del arte: si lo disfruto, para mi es bueno.
Pero al margen de la calidad, lo
que generalmente se le discute del reguetón y el trap es el supuesto mensaje
machista y misógino que promueve, pero sobre todo, la posición en la ponen a la
mujer como si fuera un objeto sexual. El tema de la sexualización de la mujer
no es un tema que le ataña al reguetón o a otro género musical sino que es una
discusión clásica en el feminismo, en el que básicamente se dividen en dos
grandes esferas en pugna: Las feministas norteamericanas y las feministas francesas.
Las norteamericanas están ligadas
a la izquierda yanqui que se caracteriza por ser un movimiento de elite, muy
escolarizado y sobre todo muy puritano por su descendencia de la aristocracia.
Básicamente son abolicionistas de todo lo que duele y está mal, pretender
prohibir la prostitución de la misma manera que prohíben todo lenguaje que
pueda llegar a ser ofensivo o que pueda herir susceptibilidades, por ejemplo,
prohibieron el uno de la palabra “negro” para evitar la discriminación racial y
promueven los llamados “safes places” en las universidades donde cada minoría
pueda estar con sus semejantes para evitar que las mayorías los fustiguen. Las
francesas, sin embargo, son lo que se llaman regulacionistas, al venir de la
tradición de la toma de las calles del Mayo Francés de 1968, conocen muy bien
las bases populares y sin llegar ni cerca a ser populistas intentan regular las
realidades que suceden. No se escandalizan con la discriminación en base a la
diferencia sino que la usan como arma, para emponderarse o bien para obtener
beneficios. Al contrario de las puritanas yanquis, son bien desprejuiciadas y
hacen de eso su bandera.
El ejemplo más conocido actual de
la batalla de norteamericanas con las francesas fue el uso del piropo callejero
que mediante el movimiento norteamericano “Me too” pretendía prohibirse y
castigarse. Las francesas, en cambio, hicieron una carta pública en la
valoraron la importancia del piropo moderado que incomoda por la sorpresa pero
que las hace sentir deseables y por lo tanto, un actor de peso en la sociedad.
En este año la última pelea fue por la película francesa “Cuties” de Netflix
que cuenta la historia de niñas de 12, 13 años en pleno despertar sexual a
través del twerking, cosa que para las yanquis fue un escándalo porque era
una manera de sexualizar a niñas. La pregunta que se hacen las francesas con la
película “Cuties” es: ¿Acaso las niñas de 12 años no piensan en sexo? ¿O cómo
es un tema incomodo de pensar es mejor ocultarlo y arreglarlo con un nuevo
protocolo?
Hace muy pocos años, gracias a
esta movida que inauguró el diario New York Times de recuperar desde
sus necrológicas aquellas mujeres que la historia se encargó de invisibilizar,
fue que pudimos dar con Katharine Burdekin que en el año 1937 había escrito una
novela bajo un nombre masculino (para que se la publicasen) llamada “La noche
de la Esvástica”. Por la fecha en la fue escrito no es una ucronía y como
terminó dándose todo, por suerte, tampoco fue premonitorio, pero se atrevió a
imaginar un mundo en el cual Hitler ganó la guerra y el mundo se volvió nazi.
En esta novela distópica (que a la fecha solo se consigue en ebook y sólo en
inglés) las mujeres tienen un rol que se parece al de los animales, sólo sirven
para procrear y crían niños; después de 700 años de régimen se perdió el
concepto de violación. La trama comienza a intensificarse cuando un hombre mata
a un niño que intenta violar a una chica, cuando le preguntan a éste por qué lo
hizo dice “Pensé que ella no tenía ganas de tener sexo” algo impensado en ese
mundo pero que empieza a girar como hilo el conductor de toda la historia: el
deseo.
Del mismo modo que con “Cuties”
¿acaso las mujeres no tiene deseos sexuales y que a veces son tan bajos y tan
perversos como los deseos sexuales masculinos? Quizás sea ese el rol de la mujer
que nos presenta el reguetón, ya no una mujer sexualizada sino una mujer que
tiene sexo y que lo tiene porque le gusta, y que lo tiene con quiere y sin
compromisos ni obligaciones de lo que debe sentir o por qué hacerlo, del mismo
modo que vivimos el sexo los varones. Porque varones, mujeres, trans, de otros
géneros, de 12 años o de 70, vivimos contantemente sexualizados ¿Acaso está mal
el sexo? ¿Acaso está mal hablar de sexo como un mero acto de acto deseo
efímero? ¿En qué momento nos volvimos una sociedad puritana cual iglesia
católica que para no sexualizar a las mujeres usaba la palabra “conocer” en la
biblia cuando en realidad se refería lisa y llanamente a coger? ¿Acaso duele
que Bad Bunny haga un perfil de mujeres que sólo quieren coger, fumar, perrear
y al otro día no rendir ninguna cuenta? ¿Qué rol queremos inculcar? ¿El de las
mujeres que son madres? ¿Las que son artistas? ¿Las que son comprometidas? ¿Las
que son cultas? ¿Las que son correspondidas por los hombres? ¿Las que son “bien
queridas”? ¿Las que se enamoran? ¿Las que sienten más allá de lo carnal? ¿Las
que asumen compromisos? Probablemente todo padre de una mujer quiera eso, pero
¿cómo nos fue con este perfil de mujer? ¿En qué lugar pusimos a la mujer como
sociedad?
Cuando escucho “Instagram privado
pa´que nadie la vele / Se puso bonita porque sabe que hoy se bebe / A portarse
mal, pa´sentirse bien / No queria fumar, pero le dio al pen/ Una Barbie, pero
no busca un Ken / Siempre le llego cuando dice “ven” / Pa´portarse mal, se
viste bien / Dice la verdad y a vece´
miente también / Apaga las notificacione´en el cel / Ella tiene lo suyo, pero
hoy quiere joder […] Se hace la que no me conoce / Pero en mi cama se lo metí
en cuatro y toi´ta las pose´” puedo ver un perfil de mujer que se mueve a través
del placer, que le interesa su físico y lo usa en función de lo que quiere
lograr, que es errática, a veces tonta, a veces mala, que frente al público
ningunea a los hombres pero en la intimidad se entrega completa como tantas
veces hicieron los hombres con mujeres, homosexuales y trans. Seguramente no
todas las mujeres son así, pero quizás muchas se sienten identificadas con este
perfil que por primera vez se lo visibiliza desde la música popular como un
valor positivo. Y si no saltó antes, fue justamente porque el arte y la cultura
popular nunca hablaron de mujeres que tienen sexo de la misma manera que lo
tienen los varones.
La diputada nacional Carla
Carrizo, del partido radical de CABA y militante feminista dice respecto del
feminismo que: “Va a haber igualdad el día que la mujer también tenga derecho a
la mediocridad”. Quizás sea hora de empezar a permitírselo, aunque sea en la
música.
Publicado por Juani Martignone
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