La culpa no es del 2020
Como nunca antes, en este fin de año, las redes sociales se plagaron de reflexiones sobre el 2020 y deseos de buenos augurios para el 2021. Esto nos da una pauta: el 2020 dolió. El surgimiento de la pandemia en el mundo claramente generó un quiebre en nuestras vidas y en la forma en la que la veníamos llevando, por eso cualquier cosa que surgiera como muerte de un famoso, o algún desastre natural o accidente fatal, hizo que en seguida posemos los ojos sobre este año que sólo tenía para darnos malas noticias. Quizás la pandemia (además de haber matado al 0,1% de la población argentina) nos mal predispuso, porque si sacamos al virus del año que pasó, todo lo que sucedió fue lo mismo que sucede todos años. Estar encerrado en casa más atento a las noticias y durante tanto tiempo (algunos todavía no han vuelto a sus trabajos) nos levantó los niveles de sensibilidad e irritabilidad al punto de creer que todo estuvo destinado a la desgracia por un año que está maldito.
Buscar culpables es nuestro rasgo
casi instintivo y encontrar los culpables fuera de nosotros, nuestra
especialidad. Cuando no podemos echarle la culpa al vecino, se la echamos
nuestro jefe, a nuestra familia, o se la echamos al gobierno, a la oposición, a
los medios; y si eso no nos alcanzara se la echamos a los grandes sistemas: al
capitalismo, a la cultura argentina, a la globalización; pero si aún no nos
fuera suficiente, le echamos la culpa al año. Es cierto que nada hace un giro
de 180 grados después de la 00 horas de un 31 de diciembre, pero también es
cierto que el ser humano requiere de macro estructuras que nos ordenes, que nos
digan “de acá, hasta acá”. También es cierto que cuando hacemos nuestros
análisis de las desgracias vividas en un año, todos los culpables que
encontramos, efectivamente tienen algún grado de culpabilidad; lo curioso es
que en esa lista nunca nos encontramos a nosotros mismos.
“Yo sé que no tengo nada” “Estoy
tranquilo porque hago todo tal como lo piden” “No sé de dónde pudo ser, si yo
siempre me cuidé muy bien” son las frases que más he escuchado durante el año,
en todas el autor se excluye por completo de la responsabilidad. Quizás ahí
está el problema. Quizás no hacernos cargo de los descuidos que tenemos, más
las acciones que deliberadamente ejecutamos, sumadas a las del resto, provocan
esta debacle que le queremos adjudicar a un período de 365 días. Se nos hace
más cómodo pensar que hay algo mayor, algo más grande que nos excede y que vino
a azotarnos sólo por maldad natural. Tan cómodo como creer que dos o tres
mentes perversas se juntaron a diseñar un plan malévolo de aniquilación masiva
de la población a pesar de que hace apenas pocos años llegamos por primera vez
en la historia universal a generar los alimentos para abastecer a toda
población mundial, aunque estén muy mal distribuidos.
Mucho más difícil es pensar que
mi descuido, más el descuido de mi vecino, más el descuido del de al lado de
él, más el descuido de toda una comunidad entera, termina generando grandes
catástrofes que nos afectan a todos por igual y castigan más aún a los que
están desprotegidos. ¿Por qué no podemos pensarlo de esta manera? Quizás porque
nunca asumimos nuestro propio descuido. Descuido que a veces es inconsciente y
luego nos negamos a revisarlo, pero que otras veces es intencional por la
despreocupación misma que nos genera el entorno macro en el que vivimos, ese al
cual después vamos a echarle la culpa cuando algo salga mal.
Hace poco volví después de más de
un año a mi pueblo natal, un pueblo como todos los pueblos que se precien de
tal mote, “el lugar ideal” para propios y ajenos: muchos porteños sueñan con
vivir en la “tranquilidad” de un pueblo, alejados de los “peligros” de las
grandes ciudades, y la mayoría de los que viven en el pueblo lo eligen porque
allí tienen una tranquilidad pasmosa que le hace suponer que desarrollaran
mejor su vida y porque están alejados de los peligros que la tele les muestra
de las grandes ciudades. Sin embargo en esa ciudad pequeña de pocas manzanas pude
ver gráficamente esta enajenación que se tiene con el otro. En el lugar donde
todos se conocen con todos, todos se cagan en todos. Ninguno se cuida y por
ende no cuida al otro, a ese que conoce muy bien con nombre apellido y sabe de
quién es hijo y en dónde vive. Llegar a un lugar donde hay otras personas es
dejar que te pongan un beso sin siquiera consultarte si pueden hacerlo; los
mates se comparten porque “es cosa de pueblo”; los barbijos no existen, ni
siquiera en las calles, sólo si te lo piden para ingresar a un local; las
aglomeraciones en espacios cerrados y con desconocidos son de hasta 120
personas, “lo permitido”; y quien se agarra el virus no lo dice “porque la
gente es mala y comenta” o “porque pueblo chico, infierno grande” y entonces
hace su vida normal como si nada sucediera y todos los que comparten el techo
con esa persona también, porque “nadie les indicó lo contrario” o “porque yo no
tengo síntomas”.
Se cumple el sintagma prejuicioso
que dice que en el interior todos son ignorantes y se cae aquel que dice que
alejados de las grandes ciudades, disminuyen los peligros y se “vive tranquilo”.
Alguien como yo que siempre fui relajado respecto de los cuidados para con el
contagio del coronavirus, incluso con varios descuidos que por fortuna divina
siempre salieron bien, viví la intranquilidad de estar en un lugar donde no hay
un sentido pleno de comunidad. Como Samanta Schweblin en “Distancia de rescate”
sentí que el verdadero peligro no está en la ciudad sino en la enajenación del
campo. Es cierto que a los que vivimos en grandes ciudades, por estar
aglomerados uno encima de otro, estamos acostumbrados a las acciones colectivas
porque si no nos pisamos los unos a los otros y los que viven en los pueblos
siempre son más reacios a seguir reglamentaciones, porque creí que todos
habíamos entendido que era una situación excepcional y no una maldición
esotérica que termina cuando se termina el año o cuando sube la sensación
térmica.
Poco puede pedírsele a una
sociedad sino tiene un ejemplo claro a seguir y aunque el gobierno manejo
completamente a tientas una situación inédita que el mismísimo mundo manejó a
tientas, tampoco brindó las seguridades del caso. Es verdad que en nuestro país
el sistema sanitario no colapsó como otros, cuando, a pesar de los relatos que
quieran construir hoy, no estaba preparado para tal cosa. Quizás deberíamos
discutir a costa de qué se logró mantener todo a raya porque todas las
violaciones a los derechos humanos cometidas durante la cuarentena también son
inéditas en nuestra joven democracia: 200 desapariciones de personas en contextos
policiales, más de una decena muertos en situaciones donde intervino la
policía, provincias amuralladas como fuertes feudales, reunificaciones
familiares que terminaron tragedias griegas, un año sin clases presenciales, un
millón de chicos expulsados del sistema educativos, una población vieja que el
encierro las hizo envejecer mucho más y un tendal de enfermedades no covid, no
tratadas por no considerarse de emergencia, no le son gratuitas a ninguna
sociedad, y esa es la advertencia que hizo la organización internacional de
derechos humanos Human Rights Watch sobre la Argentina.
Gobernar con lo desconocido, de
seguro ha de ser muy complejo y requiere de un grado de improvisación mayor que
los temas programables, pero justamente y para crear confianza, esa
improvisación no puede ser vista como tal, como un titubeo. La autocrítica
tiene que ser la moneda común para poder explicar por qué por momentos hay que
desandar los pasos que se pidió con ahínco que se andaran. Se requiere
tranquilidad y un líder fuerte, y la tranquilidad no se logra poniendo un payaso
en la conferencia que cuenta los muertos e infectados diarios y un líder fuerte
no surge de un partido político que todo el tiempo se está tirando munición
gruesa entre los propios: el presidente le da todo el poder a un ministro de
economía, el ministro desarrolla un presupuesto milimétrico y la vicepresidenta
del mismo partido le cambia el proyecto entre gallos y medianoche desajustando
todo el presupuesto, para lo cual el presidente sale a decir que es
consensuado. Esa inestabilidad se percibe, y si la sociedad percibe
inestabilidades políticas es difícil que pueda alinearse detrás de un líder
fuerte, pensemos en lo ocurrido en diciembre de 2001.
Las situaciones delicadas deben
pensarse como tales y por lo tanto se debe actuar en consecuencia. Del mismo
modo que la población entera está haciendo un esfuerzo sideral es justo que la
clase política demuestre que también es capaz de hacerla. Negarse a hacer una
donación simbólica del salario de político (que ninguno de los que llegó hasta
allí es pobre) cuando la mayor parte de la población vio reducido su salario,
paritarias insuficientes o bien perdió el trabajo; mostrarse en reuniones con
sindicalistas sin cuidados alguno cuando los comunes teníamos que festejar
nuestros cumpleaños viendo una cámara en la computadora; sólo demuestra la
profunda desigualdad que hay entre los políticos y los ciudadanos. Por otro
lado, organizar de manera desastrosa un funeral para después revolear culpas a
los ajenos y a la sociedad, invita a que ninguno de los civiles nos hagamos
cargo de las cosas que hacemos mal y busquemos siempre tirar el muerto en el
patio del vecino, y así de uno en uno hasta que todo explota por los aires y ya
es tarde.
También entiendo que en esta
época de pensamiento zodiacal y de “energías” responsables de todo lo bueno y
malo que nos sucede, hace que pensemos que un año nos puede arruinar la vida,
como así creer que la creación de una vacuna lo solucionará de la noche a la
mañana. Los países desarrollados que cuentan con cantidades suficientes de
dosis para vacunar a toda su población están coordinando un plan que llevará al
menos 2 años para que logre efectividad y aun así estiman que algún rastro dejará
en la sociedad. A pesar que nos quieran hacer creer que somos un país rico,
estamos entre los 10 niveles más bajos mundiales y nuestro acceso no es de los
países que tienen siete dosis de vacunas por persona y programas ordenados e
integrales que llevarán años, por el contrario, por eso creer que una inyección
mágica nos devolverá en marzo 2021 lo teníamos en marzo 2020 es de un grado de
infantilismo extremo. Pandemias como la del SIDA (que nos cuesta
verlas como pandemia porque mató en su mayoría a homosexuales) aun hoy nos
muestra las grietas que dejó y todavía estamos lejos de erradicarla. Por otra
parte, las idas y venidas y los apuros del gobierno por conseguir una vacuna
que ningún otro país intentó conseguir y que aún no está aprobada por ningún
ente científico internacional, horadan la credibilidad de una posible solución.
El oscurantismo tanto de los resultados como de por qué fallaron las
negociaciones con otros laboratorios que hicieron sus mayores experimentos en
nuestro país, trae poca tranquilidad a la población. Exactamente el efecto
opuesto que se debe buscar en estos casos de excepción.
Al principio de la pandemia se dijo que esta situación nos volvería una mejor sociedad y que nos haría replantearnos lo que veníamos haciendo mal. Hasta el momento ni la sociedad, ni la política se han replanteado lo que hicimos mal, por eso creo (y ojala me equivoque), no tendremos un 2021 distinto al 2020, a pesar de haber cruzado la barrera de las 00 horas del 31 de diciembre.
Publicado por Juani Martignone
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