Soy lo que soy, y eso no basta
Nací en un pueblo con título de ciudad a casi 200 kilómetros de la Casa Rosada, que por sus características, formas de moverse y manifestarse es básicamente un pueblo. Me crié allí donde todos se conocían con todos; si caías enfermo, tenías un solo hospital que te curase; todo los que conocía iban a la misma iglesia; caminaba un par de cuadras para ir al colegio; mis amigos me pasaban a buscar en bici todos los días después de comer y andábamos vagando solos hasta la noche por la vera del río o investigando fábricas abandonadas; cuando me egresé del secundario, todos los egresados de ese año fuimos a una única fiesta para el pueblo entero nos viera; salíamos a un solo boliche; dar una vuelta al centro para ver quien andaba podía ser el plan de todo el día; y en ese momento podía decir casi con precisión, nombre, apellido, escuela y dónde vivía, de quienes creía que eran casi todas las personas de Arrecifes.
Molino harinero a la vera del río Arrecifes, abandonado desde que recuerdo |
También soy gay y ya sabía que
era gay cuando vivía en el pueblo, y aunque todos lo sabían, porque era
cantado, mientras viví allá, nunca lo reconocí. Fui motivo de burlas, de
discriminación, de insultos. Me pegaban por puto si caminaba de noche solo, un
docente me dijo directamente que alguien como yo debía ir a un colegio de
mujeres, siempre la primera mirada de un desconocido era de extrañeza, y no
hubo baño público al que no tuve que entrar acompañado de un amigo para evitar
que me hagan las cosas que le hacían a los putos en los baños de varones, de
hecho, nunca conocí el baño de la escuela secundaria en la que pasé 5 de mis
mejores años.
Hace casi 20 años que no vivo en
Arrecifes pero cada vez que lo nombran o nombran a uno de sus personajes
ilustres, me paro cual Mirtha Legrand cuando dicen “Villa Cañás”. No vuelvo
seguido, tiendo a aburrirme, pero cuando vuelvo lo disfruto como nadie, me
gusta estar ahí, me gusta chusmear la vida de los vecinos, me siento cómodo
estando en sus calles. Aunque por nada del mundo volvería a vivir ahí, llevo
dentro mío un profundo cariño por el pueblo que me vio nacer y crecer. Cuando
tengo definir mi identidad tranquilamente puedo decir que soy arrecifeño, soy
un arrecifeño, uno de los tantos, porque aunque crea que me sé de memoria todos
los dimes y diretes de vivir en el pueblo, yo sé apenas una parte.
Crecí en un caserón antiguo
apenas a una cuadra de la avenida principal. Bancos, escuelas, supermercados,
plaza, municipio, clubes y bares, estaban a un radio de menos de 10 cuadras de
mi casa. Fui a una escuela que aunque era estatal, era a la que muchos
pretendían ir por el alto nivel que tenía, era el Hardvard arrecifeño o más
específicamente, el Colegio Nacional Buenos Aires del pueblo, no sólo por su
calidad sino también por la conciencia de clase ilustrada y sentido de
pertenencia que formábamos quienes cursábamos ahí. Tuve un grupo de amigos
formidable que jamás me discriminaron que me comprendieron con naturalidad, que
me dieron un espacio y salieron a poner la cara por mí cuando alguien me
insultaba, me cuidaron y son los amigos que tengo hasta el día de hoy con
quienes hablamos casi a diario gracias a la magia de la tecnología. Sufrí un
montón en ese pueblo agrario de la pampa húmeda y también tuve los días más
felices que alguien puede tener. Conocí personas maravillosas que con poquitos
recursos intentaban hacer cosas maravillosas que me formaron como a nadie:
accedí a una literatura increíble, formé un grupo de teatro aficionado,
actuamos clásicos en inglés ante la mirada de desconcierto de la mayoría, filmamos
varios cortos para concientizar sobre el respeto de las normas de tránsito que
nos llevó a ganar premios y tuve la oportunidad de participar en un proyecto en
el que fuimos a enseñar oficios a chicos de escuelas rurales que probablemente
no continuarían sus estudios.
Sé que mi historia de arrecifeño
no es la de todos lo que nacieron ahí porque sé muy bien que todos no tuvieron
los mismos privilegios que yo tuve: vi amigos morirse en accidentes viales por
tener que cruzar la ruta para ir a su casa, vi otros suicidarse en plena
adolescencia (demasiados para mi gusto) porque no podían cargar más con el peso
de su vida, vi a otros que debieron internarse en granjas y clínicas de
rehabilitación porque no llegaban a los 20 años y ya tenían la cabeza hecha
puré de tanta droga que se metían.
Hoy quisiera saber qué sucede
allí sin la mirada parcial de mi entorno y me cuesta, me cuesta a la distancia aun
con tanta tecnología conectarme con el pueblo que nací. Los diarios digitales
son pasquines de noticias de 5 líneas en los que se incluyen cadenas de
oraciones o frases como “nuestra querida…” para referirse a alguien conocido
del pueblo; no hay estadísticas que te ayuden a comprender un poco los
problema; no hay el suficiente acceso a la cultura y siempre manejada por los
mismos 3 que la manejaban cuando yo era adolescente; hay pocos movimientos
sociales que generen gran impacto; y se mantiene el desprecio por la historia
del lugar, la identidad está formada por dar vueltas al centro, tomar mate en
el río y conocerse entre todos. Sólo me queda un muro vetusto de Facebook donde
señoras indignadas sacan trapitos al sol: una vereda digital; “La Tota y la
Porota” reloaded.
Tengo una frase de cabecera que
repito como mantra a mis amigos porteños que sueñan con criar a sus hijos en
pequeños pueblos como Arrecifes: a veces hay más libertad en un departamento ruidoso
de dos ambientes que en un pueblo tranquilo con casa, patio y pileta. Si yo
tuviera que elegir, no volvería jamás a un pueblo, no criaría a nadie allí y
tampoco intentaría avanzar con proyectos de gran envergadura. No todo el mundo
piensa como yo, aun habiendo nacido en el mismo lugar y en peores condiciones,
y eso es la maravilla de la diversidad.
Creemos que la identidad es algo
que te toca, no se elige, hay que sentirte orgulloso y es vil criticarla a
destajo. Pero no estamos condenados a ser lo que somos por donde nacimos, en
nuestras manos tenemos la oportunidad de cambiarlo si podemos y queremos. Para
mí hubiese sido muy triste si mi destino era terminar con ocho hijos, yendo
todos los días a la iglesia, enseñar taller de electricidad y decirle a mis
alumnos más afeminados que una escuela técnica no era para gente como ellos,
del mismo modo que hizo aquel profesor conmigo. La identidad no es algo
intrínseco, porque a pesar de no poder evitar ser lo que somos, también tenemos
la posibilidad de cambiarlo, de construir esa identidad que pretendemos.
La última semana tras una nota de
Pablo Sirven en La Nación, la discusión sobre lo identitario se puso como eje y
bandera de todos aquellos que nacieron en el conurbano porque el periodista se
refirió a un “africanizado conurbano”. Hordas de políticos y socialités cuya
partida de nacimiento está radicada en una ciudad del conurbano salieron a
expresar su orgullo “conurbanense”, a pesar de que hoy vivan en fastuosos pisos
en Puerto Madero, o en efecto, vivan en el conurbano pero de un modo que no
refleja la vida promedio de sus vecinos. Es cínico clavarse una remera de
“orgullo conurbano” porque vivís en un country de Berazategui o desde la pileta
de tu mansión amurallada de Ramos Mejía.
En un mundo donde las palabras
duelen más que los hechos certeros, gente del conurbano y bien porteños también,
salieron a matar al periodista por comparar a su tierra natal con el continente
negro como si se tratase de una cuestión racial. La identidad prima. Si naciste
en el conurbano, tu identidad dice que hay que matar a Sirven. Si Sirven
escribe en La Nación, su identidad dice que es un racista. Y aunque la
nota se trababa meramente de la elecciones 2021 la batalla pasó por los
carriles de la política identitaria y poco de debatió sobre el fondo de la
cuestión.
Quienes tenemos la suerte de
conocer algo de África sabemos que el continente es vasto y variado, hay países
muy modernos, progresistas y prósperos como Sudáfrica, otros bien modernos pero
gobernado por monarquías atroces como Marruecos y otros sumidos en pobrezas
extremas comandados hace décadas por una misma persona. Todos conviven en una
cierta armonía y a su vez son juzgados por una misma imagen incompleta de
África: un país de negros pobres. En el conurbano pasa algo parecido, hay
localidades donde vive la gente más millonaria del país rodeada de lujos,
localidades clase media bien progresistas, localidades extremadamente pobres,
localidades donde gobierna la misma persona hace décadas. Todos viviendo en una
relativa armonía y a su vez son juzgados por una misma imagen incompleta del
conurbano: un sector de negros pobres. Aunque suene fuerte, la comparación
parece bastante acertada.
Responder a la crítica sólo con
la cuestión indentitaria sin previamente hacer una revisión de lo que se está
criticando, es sólo pretender el perdón o la alabanza por el mero hecho de
haber nacido en un lugar específico. Yo puedo decir de dónde vengo sin
vergüenza alguna y a su vez puedo hacer una crítica a lo que viví y lo que veo
porque todo el amor que le tengo a mi identidad no tapa la realidad.
Si nos basáramos sólo en una
cuestión identitaria un africano podría sentirse ofendido que quienes leyeron
“africanizado conurbano” lo tomaron como un insulto. Ser africano no es
insultante, ser arrecifeño tampoco y por supuesto que ser del conurbano tampoco
es ningún insulto, pero debemos permitirnos poder hacer varias meas culpas de
lo que somos. La política identitaria, tan de moda hoy en la izquierda
puritana, sólo pondera a las personas por lo que son y de dónde vienen pero no califica
qué hacen con eso que cargan desde el día que nacieron. Anula el debate de
nuestros orígenes, la crítica para resignificación de nuestras raíces y toda
posibilidad de mutar hacia algo deseado.
Es importante estar orgulloso de
ser quien uno es, pero no alcanza si no podemos transformar eso somos en lo que
deseamos ser.
En la película “Todo sobre mi
madre” de Almodóvar, el personaje de la travesti Agrado es quien viene a poner
el clima de humor en un drama maternal denso y de identidades. Con frases que
causan gracia, hacía pequeños manifiestos sobre la mujer que había elegido ser
“Lo único que tengo de verdad son los sentimientos y los kilos de silicona que
pesan como cristal” le dirá a Cecilia Roth mientras caminan y se ríen por las
calles de Barcelona enfundadas en un vestido Chanel trucho. Pero el gran
manifiesto sobre la identidad y la construcción de la misma lo hace cuando
deben cancelar la función de la obra de teatro “Un tranvía llamado deseo” y
ella sale a hacer un toro que recuerda a la famosa anécdota de Margarita Xirgu.
En su monólogo arranca diciendo que es muy auténtica y acto seguido comienza a
listar todas operaciones que se hizo para ser mujer, cierra con una de las
frases más icónicas de película y quizás el gran mensaje que nos quiere dejar:
“Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.
La autenticidad no pasa por
sostener la bandera de dónde y cómo nacimos, sino por hacer con eso aquello que
soñamos.
Publicado por Juani Martignone
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