No es esencial, es un derecho humano
El último año que curse el colegio secundario fue particular por varias cosas, entre las que se encuentra el haber ido a dar una especie de clases de taller y oficios a una escuela rural. No duró mucho pero recuerdo muy particularmente ese momento. La escuela rural es otro mundo: un edificio con una sola aula, los alumnos de todos los grados en esa misma aula, alumnos que por edad deberían estar en otros grados, el comedor, lo difícil de llegar, los días de lluvia y el barro, la certeza de que la mayoría de esos chicos sólo tendría como única educación formal de su vida esas horas de escuela en el medio del campo.
Cuando yo daba eso que pretendía
llamarse “clase” había un chico muy curioso de séptimo grado que estaba realmente
muy interesado: Raúl. Me escuchaba con atención cuando explicaba cómo “viajaba”
la electricidad por los cables pero sus preguntas no eran técnicas, él me
preguntaba “¿en dónde te enseñaron eso?”. Estaba intrigado por saber en qué
lugar se enseñaban todos esos conocimientos que le hacían entender por qué un
velador cuando lo enchufabas y apretabas la tecla, daba luz. Nuestras charlas
fueron más referidas a cómo era el colegio de dónde venía más que de la
resolución de la tarea que le había dado. “¿Y es muy difícil aprender ahí?”
preguntaba y yo le contaba mi historia, la historia de un chico que nunca había
agarrado una herramienta en su vida y se estaba por graduar de una escuela
técnica con un promedio nada despreciable. Básicamente le dije la máxima “Si te
lo propones, lo vas a lograr” pero con otras palabras, con muchas palabras como
me gusta a mí decir las cosas.
No recuerdo cuánto tiempo pasó,
claramente el 2000 había terminado, estábamos en este nuevo siglo, nuevo
milenio, nueva vida para mí lejos de casa y en una ciudad monstruo en varios
sentidos, y fue en una de esas noches de las que volvía al pueblo con mis
amigos y salíamos a los bares y boliches que conocíamos de memoria. En uno de
esos bares un chico, que yo no conocí a primera vista, se me acercó. Era Raúl.
Ya convertido en todo un adolescente me contó con muchísima ilusión y
entusiasmo que había entrado a la misma escuela que había ido yo, que paraba en
lo de una tía que vivía en el pueblo, que era difícil pero ansiaba recibirse y
trabajar en algo referido a los autos. Hablamos de los profesores, de la
escuela, de qué hacía yo y cuanto me había servido la escuela secundaria para
seguir estudiando. Hablamos de cómo nos había cambiado la vida para mejor.
Nunca más volví a ver a Raúl, hoy vuelvo poco al pueblo, pero aquella noche me
fui a dormir reconfortado: la escuela servía para algo.
Desde aquel momento, y con el
tiempo aún más, me repito a mí mismo que dar clases es efectivamente un trabajo
pero que también hay en ello algo que se parece a la vocación, y
particularmente en la educación rural porque ahí la ausencia de un docente es
realmente un drama. Los reclamos pasan a un segundo plano cuando hay que darles
de comer y dejarles alguito en sus vidas como leer y escribir a chicos que
quedaron en los márgenes de la sociedad, en páramos donde cada día de sol hay
que aprovecharlo para dar la clase porque la lluvia de mañana puede volver
inaccesible la llegada a la escuela; donde hay que hacer valer cada segundo con
el chico en el aula porque ese día tuviste la suerte de que los padres lo
mandaron al colegio y no se quedó ayudando en el campo. A diferencia de la
imagen que les gusta crear a los porteñocéntricos del campo: a una escuela
rural no van los hijos de los hacendados, dueños de los grandes latifundios que
la oligarquía se repartió, van los chicos que están siempre a punto de caerse
del sistema para ser unos completos olvidados por la sociedad entera. Eso
también es el campo, aunque nos resulte más difícil verlo así.
Mi experiencia con la escuela
rural fue palpar de primera mano una de las funciones que tiene la escuela en
sí, y que por lo general funciona mejor en las escuelas citadinas: la movilidad
social ascendente. Esto no lo da un plan social o un pedazo de tierra para
trabajar, solamente lo da la educación. O al menos, en esos momentos todavía lo
daba, porque si miramos las estadísticas desde el año 2000 la educación
argentina no hace otra cosa más que bajar en la escala mundial. Nunca un pico,
nunca un rebote, sólo bajar. Cada año menos chicos terminan el colegio, cada año
menos chicos pueden comprender un texto de complejidad, cada año menos chicos
alfabetizados. Si les queda alguna duda, miren cualquier red social y vean que
todas las peleas se generan por falta de compresión de la información que se
brinda, por falta de análisis simples. La demonización de la figura de
Sarmiento dio sus frutos: la Argentina ya no puede jactarse de ser el país
latinoamericano más alfabetizado cuando la mitad de la población no tiene
educación media.
Como si actuara con retroactivo,
la degradación de la educación puede verse en nuestros gobernantes: no saben
dirigirse a la sociedad. Pareciera que las personas más iluminadas que ocupan
los puestos centrales de las dirigencias, en todos los niveles y en todos los
distritos, no tienen las herramientas suficientes para elaborar un discurso sin
decir una bestialidad tras otra. Quiero ser benevolente y creer que los autores
de semejantes frases quisieron decir otras cosas pero no encontraron una forma mejor
de decirle a la población que los votó que los derechos humanos son un curro o
que en pandemia los derechos humanos no
existen. En el mejor de los casos no son gente a la que no le importan los
derechos básicos de todo ser humano sino gente que no sabe expresarse por más
laudos que tenga o discusión enérgica a las que se quiera alegarlas.
Siendo más benevolente aún y
bajando más la vara a lo que nos exigen nuestros políticos, podría admitir que
un funcionario cualquiera de cualquier estamento estatal pueda no saber cómo
conformar un discurso de complejidad simple que cargue de semántica cada
palabra que sale de su boca, ahora bien, se me complica si ese funcionario es
el mismísimo ministro de educación. Entre la demonización de la política y el
mantra que dicta que la política lo resuelve todo, tiene que haber un punto
medio, pero como a los argentinos nos cuesta el equilibrio y nos vamos siempre
a los extremos, y siempre con una buena excusa bajo el brazo, hoy el gobierno
está parado en la vereda en la que mucha política resuelve todos los males de
la verdad y el amor, es por eso que hoy la clase política es la única que no
hace sacrificios económicos en plena pandemia, la única que se expande en
números de empleados, la única que cobra privilegios y también es por eso puso
en el puesto de mandamás de la educación puso a alguien que es meramente
político. Un abogado varón para comandar los destinos de una profesión muy
feminizada como es la docencia. Para el ministerio de educación no importa la
educación recibida sino cómo se hace política con la educación. Es así que
tenemos a un señor que dice cosas tales como que “Es una discusión falaz decir
que la educación es un servicio esencial” (sic). Nuevamente políticos que no
saben cómo acomodar las palabras para decir lo que tiene que decir sin sonar
como una bestialidad porque, aunque suene así de burdo y con poco tacto como lo
dijo, es cierto que no podemos discutir la esencialidad de un derecho humano
como la educación.
Hemos conocido ministros de
educación de todo tipo pero Nicolás Trotta es el primero que conocemos que
considera que el área que atiende su ministerio no es lo suficientemente
importante como para ponerla en prioridad, es más importante la sanitaria. O
sea que su manera de luchar por la educación es ir a preguntarle a un
epidemiólogo qué puede hacer, nunca enfrentársele para obtener algo para lo que
fue puesto en ese lugar. Cada pregunta que se le hace sobre educación responde
como si fuera el Dr. Cahn. No es docente, no es médico, no puede articular un
discurso de complejidad sencilla pero es el mejor amigo de un sindicalista que
preside un partido político, que es dueño de una universidad de poca monta y de
una cantidad fenomenal de medios de comunicación. Esos son los méritos que hay
que tener para hablar de educación en este país que aborrece la meritocraia.
Pasamos de ser el país donde los
inmigrantes más ignorantes de todo el mundo venían a nuestras tierras a
trabajarlas para tener a “m´ijo el dotor” a “No es tan grave perder un año de
clases”. La educación no le importa a nadie. Se murieron los que se indignaban
cuando María Eugenia Vidal decía que los pobres no llegan a las universidades y
cuando Mauricio Macri decía que se caía en la educación pública y revivieron en
una persona que cree que con una computadora es suficiente para preparar a un
chico para enfrentar el mundo. De haber sabido antes, vendíamos todos los
edificios de escuelas para que se transformarlos en hermosos shopping y con esa
plata compramos computadoras suficientes para todos y que los chicos los eduque
los videos de “La faraona”.
Sería injusto negar que hubieron un montón de docente que hicieron esfuerzos denodados para tratar de continuar de alguna manera los contenidos educativos en la virtualidad, pero todo ese anecdotario que repiten una y otra vez en redes son solamente un grupo de gente con buenas intenciones y buena voluntad, lo que algunos llaman vocación. No existió siquiera una política de Estado que contemple las clases virtuales: los docentes pusieron sus propias computadoras, pagaron su propio internet y dieron la clase como mejor consideraron que debía darse porque no hubo nadie detrás para sostenerlos y guiarlos en cómo actuar en la educación a distancia, ni con plataformas ni con soporte humano. El slogan de “Estado presente” es sólo eso, un slogan. Quienes reclaman más Estado en un país que tiene una cantidad enorme de empleados públicos y a la hora de anotar viejos para darse una vacuna tiene que recurrir a la “solidaridad” de los partidos políticos y la iglesia, no reclaman el marco de contención que el Estado debe dar a alumnos, docentes y padres para brindar una educación de calidad en un momento de pandemia, porque hoy no se debate cómo se va a volver, ni con qué protocolos, sino que se debate si las clases presenciales van a volver o no.
La política sigue metiendo la
cola en la discusión cuando se le quiere dar épica a un año de clases perdido
como que en realidad hubo un año de clases virtuales. Pero la sociedad no es
tonta y no se engaña a sí misma: no se entregaron boletines, no se pasó de año,
tampoco se repitió, no sabemos con exactitud si los chicos aprendieron lo que
debían aprender ni qué es eso que debieron aprender; porque la educación en
este país no se discute en términos de resultados sino en números fútiles:
cuántos puntos del PBI, cuántas computadoras, nunca cuántos terminaron sus
estudios, cuántos llegan a ser profesionales, cuántos pueden leer un texto y
comprenderlo. Lamentablemente para los docentes, todo el trabajo sobrehumano
que hicieron en pandemia no se ve reflejado en ningún resultado. Solamente
vimos chicos que apenas se les dio una pequeña posibilidad de libertad
reventaron las ciudades de fiestas clandestinas demostrándonos que hasta ese
momento nadie los había contemplado.
Mientras discutimos cada coma de
un protocolo para volver a clases en los tiempos que nos quedan entre la playa,
los cafecitos, y los bingos que sí tenemos habilitados, no tenemos ni siquiera
una vaga idea de cómo será el futuro de los chicos que hoy deberían estar en
una escuela, cómo va a hacer una madre soltera para salir ganarse pan con un
hijo en casa 24/7 y cómo hará este año un docente para sacar los chicos
preparados de la mejor manera para el mundo con sus salarios pauperizados. Los
focos están otro lado.
Si tuviéramos la capacidad de
comprender que la cifra el 50% de pobres y la del 50% de chicos que no terminan
el colegio guardan una relación; si pudiéramos tener el sueño colectivo de que
un chico de una escuela rural, como el Raúl que conocí en el 2000, puede
ingresar a un secundario, recibirse de técnico electromecánico y quizás el día
de mañana tener su propio taller, la discusión correría por otros carriles.
Pero como ya no somos ese país que tenía a la educación como insignia y
horizonte, hoy la discutimos con banderitas y confeti.
Publicado por Juani Martignone
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