Dijimos nunca más

Estoy seguro que la maldición de “El día de la marmota” azotó al país entero y, a diferencia de Bill Murray, no hacemos ni un solo cambio para salir de esa situación. El ejemplo más cabal es lo que sucede los 24 de marzo: todos los años volvemos a una discusión de arranque y discutimos los mismos temas de arranque, como si no hubiese habido una historia que, aunque sea, muy de a cuentagotas, nos ha dado distintas respuestas para ayudarnos a reconstruir un pasado controvertido y doloroso.

Para jugar esta guerra de bandos que nos enfrenta ideológicamente a muerte, unos eligieron pararse en la posición de afirmar los pocos datos que tenemos como un mantra, simplificar todo lo sucedido con apenas esos datos y cerrar el capítulo histórico; los otros, se posicionan en negar lo poquito que se sabe. Y así, este juego se repite todos los años en esta lógica, perdiéndonos la oportunidad maravillosa de reconstruir ese pasado, que todavía está a la vuelta de la esquina, para armar un relato más complejo e integral, como suele suceder con cualquier hecho histórico. De no hacerlo, correremos el riesgo de que en el futuro se transforme en lo que es hoy: una historia oficial simple, una subversión que la niega.

Solemos quejarnos de que nuestra historia se repite una y una vez (también como “El día de la marmota”) como si estuviéramos condenados a semejante maldición. Pues, no construir un relato histórico rico, diverso e integral, nos lleva a un enunciado de cuento infantil que ni siquiera funciona como fábula, porque todavía hay un sector que reclama incluirse en esa historia cerrada y su sola presencia hace temblar los pocos consensos conseguidos.

En este caso hay un tema importante, en el año 1983, volvió la democracia, con ella se enjuició a la junta militar y se dijo “Nunca más”. Para que esto suceda es necesario tener bien en claro a qué no pretendemos volver jamás. Las dudas sólo colaboran a la repitencia de esa historia.

Yo pertenezco a una generación que fue educada en los años 90 donde la construcción de relatos históricos era una mera banalidad, un lujo burgués que se daban los ratones de biblioteca. El menemato, a fuerza de indultos inmorales, pretendió borrar todo lo realizado hasta el momento y comenzar un nuevo período donde no hacía falta debatir aquellas cosas; si traía conflictos, mejor evitarlos y vivir en un mundo donde lo verdaderamente importante eran las cirugías plásticas, los shopping, los videojuegos e irse de vacaciones a Miami. Vivíamos en medio de un hedonismo que no nos permitía discutir en las escuelas lo sucedido en la última dictadura militar, ni tampoco intentar reconstruirla de una forma; estábamos ocupados divirtiéndonos.

Cuando la nube de pedos de los 90 explotó y nos encontramos con resaca en medio de un final de fiesta donde había que pagar por todos los platos rotos, la urgencia fue otra. Pero como tenemos esa bendita suerte de levantarnos más rápido que cualquier otro y reponernos de la crisis en cinco minutos de la historia universal (después se podrá discutir cómo nos levantamos o si simplemente pusimos un parche momentáneo) entonces llegó el momento de sobreideologización: dime que corte de carne prefieres y te diré a qué sector de la sociedad defiendes. La imposición de un relato cerrado y sin discusión trazó una línea y ubicó a unos de una lado de la mecha y a otros del otro, sin siquiera poder tocarse ni encontrar un punto de acuerdo, la única interacción permitida es tirar a matarse u oponerse a todo lo se hace del otro lado. Los debates pasaron a tener un veredicto sólo con determinar el político que vota el hablante, o los canales de televisión que mira: “Claro, qué te voy a explicar a vos si miras…” y caso cerrado.

Hoy seguimos bailando esas danzas, sólo que como bailarines profesiones. Las redes sociales que desembarcaron con la promesa de abrir ágoras de debates, unir puntos alejados y encontrar espacios para convivir con la diversidad, sólo radicalizaron más las cosas. Si en los 90 para entrar a la tele tenías que cumplir un canon de belleza y todo lo demás quedaba fuera, hoy todos podemos entrar al mundo de las redes sociales, pero los cánones son más crueles que los de aquella televisión: hoy dependiendo de la marca de teléfono que usas, se te ubica en uno u otro lado de la cancha, sin discusión.

El debate sobre la última dictadura militar, lejos de enriquecerse pasó a jugar en estos términos nefastos: si hablas de 30.000 desaparecidos estas en el curro de los derechos humanos y si pedís que la historia se contextualice, son un negacionista del horror. No se pide lugar para un término medio y dejar así, tranquilos a todos, se pide un lugar para complejizar lo sucedido sin que eso signifique “hacerle el juego” a personajes que veneran la oscuridad, ni dejar de caminar parado sobre los consensos ya establecidos.

Producto de este declive educativo, más la pauperización de la política y la simplificación del debate historia, es que hoy, un 24 de marzo, tenemos que ver entre las tendencias en redes el hashtag “no fueron 30.000”. Romper este consenso mínimo es pretender descontinuar un reclamo para la reconstrucción de la historia argentina en un periodo plagado de oscuridad que aún no fue revelada. Para explicarlo, es necesario recurrir a otro consenso básico: sea 1 o 30.000 quien los desapareció fue el Estado; no un grupo de locos, no un ovni, sino la única institución que posee el monopolio legal del uso de la fuerza y a la que nadie, rico, pobre o como piense, puede escapar.

El Estado organizó, en las catacumbas, una maquinaria para “chupar” personas y hacerlas desaparecer. Por qué las chupaba, no se sabe (esto es una obviedad pero dados los tiempos que corren hay que aclararlo: no todos los desaparecidos fueron guerrilleros); qué hacían con ellos, no se sabe; dónde dejaron sus cuerpos, no se sabe; qué hicieron con sus hijos; no se sabe. Hoy sólo tenemos reconstrucciones basadas en lo que quedó, que nos acercan un poco a la realidad, pero todavía faltan respuestas. Invocar el número de 30.000 desparecidos es mantener el reclamo al Estado por esas respuestas que aún no dio, es un número abierto que invita a seguir buscando respuestas para acercarse a esa realidad que todavía no está clara. Como bien explicaba Martín Kohan hace unos años en un video que viralizó el último miércoles, si un colectivo choca y mueren 50 personas, el Estado tiene la obligación de informarlas, en este caso el Estado no informó cuantos eran, ni dónde estaban, ni siquiera si habían sido asesinados. La única respuesta estatal la dio Videla al decir que no estaban ni vivos ni muertos, sino desaparecidos.

La confusión con el número se suscita porque apenas terminó la dictadura, el Estado intentó buscar una respuesta durante el gobierno de Alfonsín (otra obviedad: aunque muchos no lo crean la política activa por los derechos humanos de parte del Estado no comenzó cuando Néstor Kirchner pidió perdón en el acto de ESMA, venía de antes, sólo que Menen, otro peronista, la había intentado borrar). Durante los 80, el Estado creó una comisión llamada CONADEP (Comisión nacional sobre desaparición de personas) formada, sobre todo, por actores de la sociedad civil y todo el arco político (menos el peronismo que se negó a integrarla) que intentó reconstruir lo que el mismo Estado había hecho mientras era manejado por las fuerzas militares. Allí se llegó a un número, que ciertamente ronda entre los 8.000 y los 10.000 desparecidos, pero está lejos de ser la realidad que sucedió, básicamente porque es una reconstrucción. Cuando la historia no la quieren contar los que la hicieron y se reconstruye cuando ya sucedió, todo lo que se tiene es una aproximación a los hechos, una probabilidad de lo que pudo ser, no lo que fue. La CONADEP no llegó a un número cerrado, a un relato inamovible de la historia, sino que hizo una muestra del horror sucedido para concluir que esos hecho no deberían suceder nunca más (de allí la famosa frase que se usa como leit motiv) Mantener el número de 30.000 desaparecidos es mantener el reclamo vivo para el Estado tenga que seguir reconstruyendo lo sucedido para acercarse un poco más a la realidad.

 


Aunque a muchos les duela por los negociados que se le encontraron a algunas, por la cooptación partidaria que sufrieron, o porque callan cuando las violaciones a los derechos humanos se suceden por parte de sus amigos políticos, organizaciones como Abuelas de Plaza de mayo también se encarga en reconstruir esa historia realizada por manos del Estado y que nos la niega y oculta. Según registros (los que se pudieron hacer) aún quedan 300 personas que fueron robadas de sus padres y no se saben dónde están. No podemos decir que sabemos qué sucedió durante los años 70 en la dictadura militar si no sabemos el destino de esa gente, el Estado debe esa explicación y las únicas que la buscan son estas organizaciones, que es justo decir sólo fueron recibidas por el jefe de Estado cuando Kirchner tomó el poder (también es justo decir que Alfonsín las había incorporado, sólo que la agrupación liderada por Hebe de Bonafini se negó a hacerlo, generando una división y después llegó el gran letargo apático en el que nos sucumbió Menem).

Otro hashtag que pululó por las redes, denotando la bajísima calidad de educación cívica que hemos recibido como sociedad, fue el que rezaba “No fueron inocentes” avivando una especie de Teoría de los dos demonios reloaded. Siempre me pregunté por qué una institución de tanto renombre mundial como la UBA (Universidad de Buenos Aires) ponía entre las materias obligatorias de ingreso a cualquier carrera, la llamada “Sociedad y Estado”. La respuesta la descubrí unos años después, cuando comprendí que la sociedad suele confundir y medir con la misma vara a sociedad y a Estado cuando son dos cosas distintas; y el Estado por su parte suele confundirse con la sociedad y con el gobierno, creyendo que son lo mismo. Básicamente lo que se aprende en esa materia es que la sociedad y el Estado, además de ser cosas distintas, tiene distintas responsabilidades, que siempre son más pensadas si se hacen desde el Estado. Por ejemplo, no es lo mismo si almacenero se queda con un vuelto de tu vecino que si se lo queda alguien utilizando el aparato del Estado. Si lo hace el Estado es más grave, gravísimo, mucho más grave que si lo hace un almacenero o un empresario rico; por eso muchos nos indignamos ante la corrupción en la política. Del mismo modo sucede con el terrorismo, si es perpetrado por un grupo de personas organizadas, un grupo guerrillero, no es lo mismo, ni tiene la misma responsabilidad que si es perpetrado por el Estado. Siempre será más grave si es la mano del Estado la que imparte terror a que si la imparte un grupo de locos organizados con armas. Siempre. Por lo tanto, es probable que las guerrillas de los 70 no hayan sido inocentes, como ninguno de nosotros lo somos en muchas cosas, pero lo que no se puede discutir es que tuvieron la misma responsabilidad que un Estado que asesinaba personas.

Esta diferenciación entre sociedad y Estado, también debería ser un consenso básico que deberíamos exigir, sobre todo si se trata de nuestros mandatarios o ex mandatarios o cualquier persona con alguna aspiración política. Que un ex jefe de Estado como Mauricio Macri, no sepa esta diferencia denota la calidad paupérrima en la que el debate está inmerso. Comparar un secuestro extorsivo, como el que él sufrió en el pasado, con el secuestro por parte del Estado de la hija de Estela de Carlotto, es no tener la más mínima idea de que no es lo mismo un grupo de malhechores que se organicen para secuestrar al hijo de un rico para luego pedir un suculento rescate para pararse para toda la cosecha, que un Estado se organice para secuestrar a personas con ideas retorcidas y hacerlas desaparecer, robarles los hijos y tirar sus cuerpos al río; por lo tanto no se pueden comparar. Por otra parte, recomendarle a Carlotto el perdón para con quien le secuestró su hija como él perdonó, es no tener la magnitud de que, entre otras cosas, el Estado es el encargado de impartir justicia y no consejos de autoayuda; más aún si fue el Estado quien cometió el delito. En el mundo de unicornios y arcoiris en el que vive Macri, si el Estado viene a robarme, no tengo que insistir con pedir justicia, sino intentar perdonar porque mi vecino sí perdonó al almacenero que se quedó con el vuelto.

Por último, el tema de las guerrillas armadas no debería girar en torno a su inocencia, porque ya se las encontró culpables (otra obviedad que nadie recuerda: durante el gobierno de Alfonsín también se juzgaron a los cabecillas de los grupos guerrilleros, se los condenó y después fueron liberados tras el indulto presidencial de Menem). El tema de las guerrillas debería dar contexto al momento que se vivía en aquel entonces, un momento violento donde nadie estaba a salvo. Nadie, incluso el más inocente de los inocentes. Poder decir esto no tiene que significar la justificación del accionar de las fuerzas armadas o del grupo paramilitar creado por el gobierno democrático de Perón llamada La triple A (otro dato oportunamente olvidado). Reconocer la violencia extrema de las guerrillas de los 70 podría hacernos pensar por qué en nuestro país no fuimos capaces de tener una salida como la tuvo Italia o Colombia con guerrillas igualmente sangrientas. No decirlo, obtura el debate, lo encapsula y vuelve a las víctimas del terrorismo de Estado, unos mártires, unos héroes transformados en víctimas, cosa que dista mucho de la realidad a la pretendemos acercarnos.

También es necesario para recrear el clima de época, no sólo reconocer la violencia de los grupos armados, sino la apatía de una parte de la sociedad que miraba para otro lado y el pedido de mano dura de la otra parte, lo llevó a calificar a la última dictadura como cívico militar, incluyendo el rol de la sociedad civil.

Nos cansa vivir en “El día de la marmota”, nos maldecimos por repetir nuestra historia una y otra vez como un loop eterno, pero no estamos dispuestos a construir nuestra historia de una manera compleja, sólo queremos alzar una bandera y escupir para afuera. Cuando hoy vemos a una parte de la sociedad que elige mirar para otro lado que no sea el lado que mira a Formosa (ni el último informe de Human right watch sobre el tema) y a otra parte de la sociedad a que alienta a que el Estado sea bien severo, severísimo, en el cumplimiento de las normas mientras pasamos una cuarentena que dejó un tendal de muertos sin explicación lógica y 200 desaparecidos de los cuales no se habla, lo más probable es que no hayamos aprendido lo suficiente de esa esa historia de la cual reclamamos memoria, verdad y justicia con fotos compungidas en nuestras redes. Y si no somos capaces de reconocer que esa historia tiene reclamos abiertos, tipos responsabilidades distintas y búsquedas de reconstrucción y restauración, el reclamo de la situación represiva actual queda como un mero acto de cinismo.

Dijimos nunca más. Entender a qué le dijimos eso, es lo único que nos va a permitir no volver a caer en tanta oscuridad.                     

 

Publicado por Juani Martignone

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