Nos incluyen para no aceptarnos
Camila Sosa Villada, sin dudas, es la escritora argentina que hoy en día representa la vanguardia perdida por muchos años. No sólo por demostrar, con hechos, que las travestis también pueden ser escritoras y no siempre prostitutas, sino que el modo que tiene de abordar su identidad no es el típico de los manuales inclusivos que escriben chicas de altos recursos, pero con acuse de conciencia social, desde Palermo y con lenguaje inclusivo. Hay pocas personas que, como ella, aporten tanto desde sus áreas, la literatura y el teatro, a la no discriminación de las distintas diversidades sexuales, a la vez que cuando habla de su infancia dice “de chiquito era muy tímido”. En el podcast Me lo llevo a la tumba, Camila habla de un secreto de su infancia y se refiere a sí misma en masculino, pues claro, en ese tiempo era un varón. No entra en los discursos mainstream de actualidad. Al ser consultada por el lenguaje inclusivo, es concreta y lapidaria “es un rollo de la clase media”.
En esta misma entrevista, en Caja
Negra, Julio Leiva le pregunta qué piensa de estos nuevos grupos
reaccionarios que van en contra de las políticas de inclusión de las
diversidades sexuales y que no quieren que cambie la sociedad, a lo que
responde “sí, yo no quiero que cambie. Yo extraño el salvajismo. Extraño andar
con una navaja en la muñeca. Extraño poder responderle a las personas con la
misma agresividad que me trataban. Extraño muchísimo el sexo a cualquier hora.
Extraño mucho la peligrosidad de una travesti en la calle, todo lo que se ponía
en peligro cuando poníamos un pie en la vereda. También creo que hay algunas
expresiones, de estas que han salido nuevas, que se parecen mucho a los
libertarios ¿sabes? como si la identidad más que un perfil de una persona, una
punta de una persona, terminara siendo una piedra que cargan encima”
A pesar de lo que pueda parecer a
priori, Camila no está ansiando la vuelta a la oscuridad de tener que
defenderse porque las matan o las humillen, sino que está hablando de la
identidad travesti, aquello que implicaba el deseo imperioso de vestirse de
mujer, arriesgando hasta la propia vida por salir como lo sentía. La
adrenalina, la potencia, como ella dice a posterior: “la potencia que se puede
llegar a sentir por cometer un crimen como ese, porque además era un crimen,
era un delito; te llevaban presa por solo ponerte en la calle con unos tacos.
Yo recuerdo que me levantaba muy temprano para ir a la escuela, y la escuela
quedaba a pocas cuadras de casa, y a mitad de camino yo sacaba un rímel, que
había robado de una farmacia, me ponía un poquito, porque además no se tenía
que notar, se tenía que ver que mis pestañas eran arqueadas, pero que no
estaban llenas de esa pasta, y en ese momento yo sentía que despegaba del suelo,
que estaba a 20, 30 centímetros del suelo”. Hoy esa potencia se pierde porque
si un chico llegara al colegio con rímel, nadie le diría nada, aunque lo
sienta. Se morderían la lengua antes de decir lo primero que piensan para no
quedar como políticamente incorrectos e incluso harían la pantomima de simular
que a todos les parece perfecto que lo haga y lo incitarían a que lo haga
delante de todos como si fuera una nimiedad. Lo que antes era un gesto que a
Camila la levantaba del suelo, hoy es un acto nimio, o al menos simulan
normalidad cuando nosotros sabemos que se están poniendo un corsé de inclusión.
Camila apunta a todo estos actos
de inclusión de las diversidades sexuales, a lo mismo que apuntó Fernando Peña,
en su momento, cuando se opuso al matrimonio igualitario: a que la inclusión no
sea un mecanismo de heterosexualización de las diversidades. Algunos de los que
pertenecemos a una minoría sexual, no pretendemos la tolerancia, ese ejercicio
de contención que se pretende que hagan para que nosotros vivamos tranquilos
mientras ellos mastican odio sin poder expresarlo. Tampoco inclusión,
entendiéndose la misma como incorporar a los distintos colectivos a un statu
quo que fue diseñado a imagen de personas heterosexuales. Algo así como que la
aceptación que la sociedad está dispuesta a hacer, no es asumir que tenemos
distintos estilos de vida, sino permitirnos que nos incorporemos al estilo de
vida que ellos tienen y que viene de siglos y que tiene sus reglas. Nos dejan
que nos tomemos de la mano en la calle, como se toman ellos; nos permiten que
expresemos nuestro amor en público, como lo expresan ellos; nos permiten hablar
de nuestra pareja en el trabajo, como hablan ellos; nos permiten casarnos, como
se casan ellos; nos permiten tener hijos, como tienen ellos; nos permiten
formar una familia, como las que forman ellos.
Nos incluyen si nos parecemos a
ellos. Nos heterosexualizan, de algún modo. De la única forma que nos incluyen
es si somos lo más parecido al proyecto de vida heterosexual: crecer, ser
lindos, tener un trabajo serio y exitoso, hacer mucho dinero, buscar al amor de
tu vida, casarte y formar una familia. La única diferencia que nos permiten es
que ese amor de nuestras vidas puede ser una persona del mismo sexo. Nada más.
Muchos toman la salida del closet
de Ricky Martin como un ejemplo de la madurez de la sociedad en incluir a los
varones homosexuales. Confieso que lo pensé, y hasta me alentó a creer que
estaba en un mundo mejor, pero ¿por qué lo aceptan? Porque es un hombre bello,
exitoso que se casó con el amor de su vida y tuvo una familia hermosa, digna de
salir en las revistas. Todo lo que probablemente soñó la madre de Ricky para su
hijo, lo cumplió; salvo por el detalle de que el amor de su vida no es una
mujer, pero en todo lo demás, cumplió los objetivos de vida de un típico hombre
heterosexual.
Al puto si es pobre, lo aceptan
menos; si no sabe de moda, lo aceptan menos; si no se preocupa por su
apariencia, lo aceptan menos; si no es confidente de las mujeres, lo aceptan
menos; si es promiscuo, lo aceptan menos; si tiene más de 40 años y sigue
saliendo todas las noches a bailar, lo aceptan menos; si no aspira a tener una
familia, lo aceptan menos; si vive con una pareja pero hacen planes por
separado, lo cuestionan; si hace mucho que está en pareja con alguien y no
quieren casarse, no lo entienden; si no quiere ir a boliches salvo que sean
exclusivamente gays, le dicen que se auto discriminan. O sea, todos los rasgos
que forman la identidad gay, que no sean los que se adaptan a la norma heterosexual
o los que esperan de un gay, no son aceptados; con mucha suerte son tolerados.
Nunca son incluidos. Incluidos como una forma de ser y de vivir distinta a la
de la mayoría, que puede no gustar, que puede dar asco, que puede expresarse
públicamente el desagrado, sin que todo esto implique que nos quieran hacer
desaparecer. Simplemente convivir con lo distinto a uno.
Yo también extraño como Camila.
Extraño tener que estar semanas y semanas tratando de convencer a mi amiga para
que un fin de semana me acompañe a un boliche gay, porque en esa época no era
cool tener amigos putos y acompañarlos al boliche. Extraño pintarnos como una
puerta, ponernos un camperón para que no nos vean vestidos de cabareteros y
tomarnos el 92 hasta Flores rodeado de miradas inquisidoras. Extraño los
boliches gay que eran verdaderos antros donde solo íbamos putos, travestis y
lesbianas, y no estos boliches de moda de diversión asegurada para cualquier
paki que quiere vivir una experiencia exótica. Extraño llegar temprano cuando
todavía había movimiento en la calle y esperar hasta que amanezca para salir
todos los putos del boliche juntos, porque sabíamos que si salíamos solos, nos
cagaban a trompadas. Extraño esa hermandad que nos protegíamos entre todos y a
la vez nos sentíamos libres para ser terribles arpías y cagarnos chongos o
hablar mal a las espaldas. Extraño que el boliche pase Madona, Britney, Bandana
y las canciones de Casi Ángeles porque nos valoraban como público, y no que lo
llamen como hoy “fiesta bizarra”; esa música que hoy ven como bizarra para
nosotros fue nuestra religión. Extraño practicar las coreografías de Lady Gaga
para el sábado ir al boliche y bailarla como nadie. Extraño que en el clímax
del boliche pasen el Puto de Molotov y todos los putos
nos tiremos al suelo haciéndonos los muertos cuando la canción decía “mataría
al maricón”. Extraño chapar desaforadamente con un chongo contra un kiosco de
diarios y revistas en Córdoba y Talcahuano y que todos los que están alrededor,
los que salen de comer de El Cuartito, las parejas que salen
del telo, los que pasan en auto, se escandalicen por lo impúdico.
No extraño los docentes que me
desaprobaban por puto, porque todo hombre debe saber de herramientas
intrínsecamente, y si no, la escuela técnica no era un lugar para mí. No
extraño a los tipos que tenían novias pero cuando las dejaban en las casas te
venían a buscar a vos, a escondidas, y encima pretendían fidelidad. No extraño las
golpizas cuando me volvía caminando solo a mi casa después del boliche. No
extraño no poder entrar al baño de la escuela porque a los putos ahí adentro nos
podía pasar cualquier cosa. No extraño los domingos en los que nos enterábamos
que a “uno de los nuestros” lo habían agarrado a la salida del boliche cogiendo
en alguna esquina oscura y los cagaron a trompadas hasta desfigurarle la cara.
¿Qué queremos entonces si no
queremos inclusión y/o tolerancia? Que nos acepten tal cual somos y que eso no
implique un riesgo ni para nuestras vidas ni para nuestro desarrollo de la vida
que cada uno elige. Que podamos convivir en la diferencia sin pretender que nos
asimilemos. Que podamos decirnos que no nos gusta sin que eso implique eliminar
al otro o discriminarlo. Que vivamos sin juzgar los proyectos de vida ajenos y que
a la vez esos proyectos no sean condicionantes para incorporarlo a un trabajo,
un club, o lo que sea.
Por estas cosas festejamos el
orgullo. Porque no queremos la vida de un heterosexual, o sí, pero no impuesta
a cambio de una aceptación. Nuestra vida no es como la de la mayoría y eso nos
da orgullo ¿es mucho pedir que sólo se respete? En un país donde la fortaleza
se crea en base de la construcción de un enemigo que es la antítesis, es
difícil. Aun así seguimos marchando. Con orgullo.
Publicado por Juani Martignone
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