Los auténticos decadentes

Contada no sólo por los índices sino también por los empresarios más opositores al gobierno, la economía parece estar creciendo los 10 puntos que se perdieron durante la cuarentena que en nuestro país duró mucho más que en cualquier otro punto del globo. Ahora, contado por el último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, los índices de pobreza casi ni se movieron. O sea, que cuando en nuestro país se decidió cerrar toda actividad económica por un tiempo indefinido, que fue más del esperado, la economía cayó 10 puntos y la pobreza aumento otros 10, pasando del 35% dejado por Macri al 45%; hoy la economía recuperó los puntos pedidos, pero los 4 millones de nuevos pobres que nos dejó la cuarentena no salieron de ahí, siguen siendo pobres.

Esto confirma eso que Agustín Salvia, el jefe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, repite después de cada informe: las crisis lo que hacen, es levantar el piso de pobres en Argentina, lo que se conoce como pobreza estructural; gente que por más política activa y eficiente que se haga para sacarlos de pobreza, morirá pobre de todos modos. Redondeando, la crisis del 2001 nos dejó un piso de pobreza del 20%, la transición entre el primero y el segundo gobierno de Cristina nos dejó un 30%, el gobierno de Macri nos dejó un 35% y el de Alberto nos puede dejar con muchísima pero muchísima suerte un 40% aunque todo indica que sería un 45%. La vara de la pobreza siempre subió, nunca bajó sustantivamente; en este siglo no hubo gobierno que haya sacado a la gente de la pobreza de manera definitiva y para siempre, solamente algunos supieron contenerla mejor que otros.

A esta altura de la soirée sería completamente inútil discutir la legitimidad del Observatorio de Deuda Social Argentina de la UCA, creado durante el kirchnerismo cuando en aquel momento el gobierno decidió falsear todos los índices para hacerle creer al pueblo que vivíamos mejor que en Alemania. Odiado por el macrismo, que a pesar de recuperar la seriedad del INDEC que sólo se dedicó a medir la pobreza por nivel de ingreso y el Observatorio incluía otros factores, tales como servicios, ambiente, calidad educativa, que hacían que el número de pobreza subiera por encima del presentado por el reconstruido INDEC de Todesca.

En su última columna del diario Perfil, la ensayista y analista política, Beatriz Sarlo, cuenta todo el esfuerzo intelectual que hace para evitar usar la palabra “Decadencia”; palabra que le parece fatal, lapidaria y casi definitiva, porque se entiende que ya no hay vuelta atrás; aun así no encuentra otra que defina la situación en la que vivimos actualmente. Creería que tampoco nadie discutiría el uso de una palabra a una especialista en letras, pero si no quisiéramos tomar por válida la elección de su vocabulario, las estadísticas lo confirman: la situación de nuestro país solamente empeora.

Decadencia es la palabra indicada porque no es un solo factor el que decrece mientras todas las demás estructuras se mantienen o, por el contrario, crecen, sino que todo los laureles que supimos conseguir empiezan a desvanecerse, a perder calidad, a equipararse con los de esos grupos de países a los que nunca nos quisimos parecer, por muy buenos motivos.

Según los cálculos del ministerio de educación de la Nación, del millón de chicos que se cayeron del sistema educativo por poner como prioridad el cierre de escuelas durante la pandemia, sólo se recuperaron casi 400.000 alumnos. En el camino quedaron 600.000 chicos que no tendrán educación formal, que probablemente terminaran en trabajos mal remunerados y sin seguridad social alguna; si es que algún día consiguen trabajo. En un reciente informe del Centro de Estudios de la Educación de la Universidad de Belgrano, se indica que el 30% de los chicos entre 18 y 24 años ni estudia ni trabaja. Con poca imaginación podemos predecir cuál será el futuro que le depara a estos chicos cuando ya no tengan a quien les provee casa y comida. Por motivo de sus 200 años, la Universidad de Buenos Aires dio a conocer los números de su producción: ingresan cerca de 50.000 alumnos al año, se reciben anualmente casi 700 profesionales y de esos 700 sólo 5 son personas de bajos recursos. O sea que una de las universidades más grandes del país, una de las más antiguas y con más prestigio internacional, no llega a producir 1000 profesionales por año entre todas sus carreras; apenas se recibe el 1,4% de los que intentan estudiar. Por otra parte, la gratuidad que para un porteño o un joven del conurbano es símbolo de acceso de los más pobres a la universidad, se refuta cuando menos del 0,01% de los alumnos que recibe, proviene de hogares pobres. La UBA es una universidad gratuita pero exclusivísima, en la que muy poca gente tiene incentivos para terminarla y mucho menos si quienes ingresan no pertenecen a las clases más altas del país. La única a la que no le permitimos pensar esto, es a María Eugenia Vidal.

Es hora de reconocernos un país pobre. Un país profundamente pobre, pero sobre todo, un país profundamente desigual porque los 10 puntos que recuperó la economía está claro que no fueron a parar a los 4 millones de nuevos pobres ni a más del medio millón de chicos que debieron dejar la escuela; fueron a parar a aquellos que ya eran ricos. A medida que más gente cae en la pobreza, los ricos se hacen cada vez ricos. Una injusticia que el Estado no es capaz de detener.

Para quienes creemos que el Estado es el mecanismo que repara las injusticias de base para poner a todos los ciudadanos en la misma línea de partida para que cada uno haga su carrera, el sentido de justicia es fundamental. Y si de justicia se trata, el Estado demuestra que tal como ocurre con la UBA que es más proclive a profesionalizar a unos pocos niños ricos o que se queda inerte cuando las crisis aumentan más aun las desigualdades, no hace nada sino que más bien colabora en que haya una justicia para ricos y otra para los pobres; aunque el modo de justicia para pobres sea que directamente que no haya justicia.

El propósito con el que Cristina Fernández llegó al poder pareciera cumplirse: de a poco, todas las causas en la que está exhaustivamente probado que malversó fondos públicos, empiezan a caerse; a darla como inocente. La causa que investiga cómo la ex presidenta que llegó a la presidencia con una veintena de propiedades en el sur y terminó con cadenas de hoteles y la mitad de todo Puerto Madero, se dio por cerrada sin siquiera llegar a juicio, a pesar de que ya estaba el proceso iniciado y que el juzgado estaba terminando la auditoría. Si es Cristina, no se preocupe, no tiene nada que explicar, le evitamos el debido proceso; o más bien, el proceso que corresponde moralmente por ser quien es y haber sido quien fue.

En la misma tónica, en la otra ala, se encuentra el ex presidente Macri, que cuando lo llaman para invitarlo declarar (puede presentarse y negarse a hacerlo, es una instancia para que él pueda defenderse) dice que está a derecho, que va, pero no va, que se va del país, que le avisaron tarde, que arma un circo en la puerta, que dice que está bajo secreto y no declara. Para coronarlo, almuerza con el procurador bonaerense, demostrando que él, como muy pocos en este país, tiene acceso a quienes lo van a investigar. La obscenidad de la desigualdad ante la justicia, en una sola foto.

 


Ir a dar explicaciones de casos que generan dudas, como si espió a viudas de soldados precarizados o si utilizó los fondos públicos para enriquecerse como un jeque árabe, debería ser la norma, más aun si cumplís o cumpliste una función pública y más aún todavía, si esa función es o fue de mucho peso específico; así corre para cualquiera de nosotros que no podemos pagar los carísimos abogados que ellos pueden o que no tenemos de amigo al juez, como pedía Martín Fierro. No importa el asidero de la causa, si realmente son inocentes y toda la causa es armada para perseguirlos, deben presentarse, ir al juicio y dejar en ridículo a quienes los denunciaron mostrando las pruebas de que es un disparate aquello por lo que se les acusa. El 60% de la población carcelaria, que en este país es altísima, se encuentra presa sin condena firme y se estima que de ese 60% el 12% son inocentes y están encarcelados injustamente. Presentarse al juicio a dar explicaciones sería una forma de honrar la idea de que la justicia es igual para todos, porque para muchos ya no lo es.

Un Estado con instituciones fuertes se sostiene de ese modo si todos respetamos esas instituciones y apostamos a que ellas nos solucionarán nuestros problemas. Hacer artilugios de todo tipo, aunque a veces sean legales, para evitar tener que dar las explicaciones pertinentes que todo ciudadano debe dar, sólo horada a esas instituciones; horada la idea de que es el Estado quien va a resolver esa injusticia que se suscitó. Qué quita que un ciudadano común intente evadir la justicia si lo que ve en la tele es que los ex presidentes lo hacen, Macri dando vueltas para no ir y Cristina pagando un abogado carísimo para que le evite el juicio y tiren por la borda toda la investigación que es el Estado ya hizo.

La idea de Cristina Fernández, que a ella sólo la juzga el pueblo es del medioevo, de cuando se ponía a una bruja en una plaza pública y el pueblo decidía si era inocente o culpable y debían prenderla fuego. A Cristina la debe juzgar quien juzga a cualquier ciudadano: las instituciones del Estado. Hubo un tiempo en el que los militares de retirada del gobierno y el peronismo acompañándolo, creyeron que a ellos no los podía juzgar el mismo juzgado que juzga a los comunes, sin embargo, el entonces presidente Raúl Alfonsín, cumplió su promesa de campaña y los enjuició con el mismo jurado que juzgaba a todos los mortales. A pesar de todo lo que vino después, el Juicio a las Juntas fue un hito que le dio certezas a la población de que cuando se está en democracia, la justicia llega a todos por igual. Creer que el Estado no está apto para hacerlo sólo conduce a la idea de la justicia por mano propia. Es entonces que no suena inverosímil que haya cada vez más personas en nuestro país que crean que tenemos el derecho de estar armados y de usar un arma en caso de inseguridad. Podríamos buscarle otra palabra para definir el estado de nuestra sociedad, pero decadente, es la que mejor le queda.

El día de ayer en conmemoración al día de los derechos humanos y a los 38 años de la vuelta de la democracia, el peronismo hizo algo digno de Luis XIV (y a esta altura, digno del peronismo). A diferencia del monarca francés que dijo “El Estado soy yo”, todo el arco peronista se mostró unido para decirnos “La democracia soy yo; los derechos humanos soy yo” desconociendo o reescribiendo la historia (un clásico kirchnerista) como si la democracia no hubiese vuelto gracias a que hubo un guerra que debilitó más a la dictadura y hubo un partido llamado Unión Cívica Radical que persiste al día de la fecha y que fue el que comenzó a escribir este nuevo capítulo de la argentina en democracia porque, a diferencia del peronismo, no prometió la auto amnistía sino la justicia para todos por igual. La fiesta de los derechos humanos y de la democracia debería tener al peronismo, a la UCR y a todos los actores de la sociedad, no debería haber desigualdades, ya las hay en la educación, ya las hay en la economía, ya las hay en la justicia, ahora también en la democracia o en los derechos humanos que pretendemos gozar; para festejarlos debemos ser solo peronistas.

En el curioso acto donde Cristina volvió a caer en estadísticas falsas que, a esta altura y como rasgo de la decadencia que vivimos, las tomamos como marca personal, se encontraban dos presidentes en los que Cristina pretende verse como espejo: Lula Da Silva y Pepe Mujica. La diferencia está en que Lula sacó a 28 millones de personas de la pobreza (un 19% de la población brasilera) que no volvió a ser pobre y Mujica hizo crecer la economía uruguaya en un promedio anual de 5 puntos y plantó las bases de producciones, como la ganadera y agropecuaria, para que a su salida del gobierno la economía crezca más aún. Por otro lado, ambos conservan una imagen opuesta a la de Cristina: no ostentan lujos, casas en barrios de elite o vacaciones en Disney. Lula sigue viviendo en la única casa que tiene, una casa de barrio obrero en las afueras de San Paulo (el triplex que lo llevó preso aun no pudo determinarse si es o no de él) y Mujica vive en la única propiedad que tiene: una chacra que el mismo trabaja. El culto por la austeridad y la demostración de ser un ciudadano como cualquier otro, no es un rasgo ni de Cristina ni de Alberto.

Hay algo que hace más decadente al decadente, y es querer mostrarnos, cuando te estas cayendo que en realidad no te estas cayendo; querer mostrarse similar a modelos de crecimiento y prosperidad efectiva, mientras hoy se ve más claro que su proceso sólo dio crecimientos esporádicos y prosperidad que podía borrar de un plumazo.

Vivimos en decadencia porque quienes nos gobiernan son auténticos decadentes, como aquella banda que lleva ese nombre y que hacía de su decadencia una fiesta exagerada y divertida. Sería al menos divertida si no supiéramos que en el 65% de niños pobres se encuentra nuestro futuro, un futuro aún más decadente ¿Vamos a seguir de fiesta cantando que no queremos trabajar ni queremos ir a estudiar?      

 

Publicado por Juani Martignone

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