Malos deudores

Era casi octubre de 2013 y yo me estaba bajando de un avión que venía de Nueva York. Me había ido solo a festejar mi cumpleaños lejos de todo el mundo. Fue un viaje duro desde el principio porque además de que me cierren la puerta en la cara del avión de ida, lo que llevó a que tome un vuelo horas más tardes y terminar pasando mi cumpleaños entre Perú y en un avión con 3 pisco sour encima, los días previos a embarcar fueron de angustia e incertidumbre.

Por aquel momento el cepo al dólar impuesto en el gobierno de Cristina Kirchner implicaba que si uno debía viajar al exterior y necesitaba hacerse de dólares para su viaje, como era mi caso, debía inscribirse 5 días de la fecha de partida en la AFIP, presentar el pasaje como prueba de que el viaje era real y una especie de tómbola estatal, de la que nadie en toda la sucursal de AFIP de la calle Luis María Campos supo explicarme la lógica, decidía si podías o no comprar dólares para llevar a tu viaje. En ese entonces yo pagaba el impuesto a las ganancias (lo pagué, después quedé afuera, después volví, después afuera y así de inestable como las reglas de este país) porque el Estado consideraba que un chico de 30 años sin pareja, sin casa propia, sin bienes y sin título, ganaba un salario de rico; aun así, la ruleta de la AFIP determinó que Juan Ignacio Martignone podía comprar 0 (cero) dólares, era rico pero no lo suficientemente solvente para comprar algunos dólares a $5 para irse de viaje.

Fiel a mi estilo de esforzarme por parecerme a lo que pienso no me metí en ninguna cueva a comprar dólar paralelo (que era extraordinariamente más caro que el oficial, la eterna brecha) y partí a Estados Unidos solamente con 25 dólares que tenía de viejos ahorros y dos tarjetas de crédito internacionales. La vuelta fue más terrorífica aún: el dólar que valía unos $5 cuando me fui, había pasado a valer más de $6. Hoy, con los valores que manejamos, parece un chiste pero en ese momento fue una devaluación feroz que ni siquiera alguien rico que pagase impuesto a las ganancias, como yo, podía afrontar. Esto sumado a un impuesto del 30% que se le habían puesto a todas las compras en el exterior. En mi tarjeta estaban desde el hotel y la obra de teatro en Brodway hasta el pretzel que me había comido en Central Park, o sea, estaba explotada.

Entre errores de cálculo, despilfarros de mi parte y no contemplar la inestabilidad del lugar donde vivo y el cambio de reglas constante, estaba frente a una deuda fenomenal que no podía pagar. La tarjeta me ofrecía planes de pago exorbitantes donde terminaba pagando bastante más del doble e implicaba el 60% de mi salario de rico (según el Estado) más el 15% del impuesto a las ganancias, me quedaba un 25% del sueldo que no me alcanzaba para pagar el alquiler, el bondi para ir al trabajo y las compras de supermercado. Fue entonces que me senté con el banco, ese al que siempre te dicen que nunca hay que ir por sus intereses usureros y me dio una solución: pagarle a la tarjeta tomando un préstamo con el banco por casi dos años que me implicaría un 30% de mi salario. Para pagar esta nueva deuda tenía que hacer un esfuerzo grande, el festín con el que festejé mis 31 años no fue gratuito, pero de esta forma tenía asegurado que al menos podía vivir, ajustándome en mis delirios de grandeza, pero no me faltaría ni casa ni comida.

Los dos años costaron, el primero mucho más que el segundo, pero llegó un día en el que la deuda estaba saldada y fue así que ese año que todo estaba saldado me subí a un avión rumbo a Turquía, pero esta vez cuando llegué no tenía deudas ni con tarjetas ni con bancos, había aprendido una enorme lección sobre cómo debían ser mis gastos: acorde a lo ganaba.

Las deudas de los países no son muy distintas a las de los personas como yo; los bancos mundiales y los organismos de crédito internacional tampoco son muy distintos a VISA, Mastercard o BBVA o el Banco Nación. Pensar la deuda de los países como una deuda doméstica clarifica bastante todo el trajín de sloganes que dicen “Fuera FMI” “Nos endeudaron” “No hay que pagar” “Metamos presos a los que toman deuda” “Para pagar primero es necesario crecer”, por eso viene  cuento mi pequeña historia de una deuda que tuve y que nunca olvidaré.

Querer meter preso a Macri por tomar una deuda más conveniente, con el único organismo dispuesto a prestarnos dinero después del desprestigio ganado en los años anteriores, para pagar una deuda más nociva (recordemos que estaban los holdouts, llamados fondos buitre, embargándonos hasta los barcos) es como querer meterme preso a mí por tomar un préstamo con un banco para pagarle a una tarjeta de crédito. Está claro que el préstamo con el banco no es inofensivo y tuve que hacer grandes esfuerzos; lo mismo aplica cuando Macri tomó el préstamo del FMI, no era inofensivo y había que hacer grandes esfuerzos. En cambio sí podríamos criticarle que negoció una devolución un tanto fantasiosa en un país que no estaba dispuesto a ajustarse (se armaron escándalos siderales porque a un club de barrio le venía $1000 de luz).

Tal es así que el pre acuerdo al que llegara el ministro de economía Martín Guzmán con el FMI no es más que tomar una nueva deuda con el mismo FMI para pagar la deuda de condiciones más nocivas que dejó Macri. La misma lógica de meterse en un préstamo más acorde para pagar un préstamo más nocivo. Sin embargo, lo vemos como un acuerdo positivo y no como una estrategia financiera por la que debemos meterlo preso, incluso si dentro de 2 años se vuelve a hacer impagable este nuevo préstamo.

Decir “No al FMI” es como decirle no a la tarjeta de crédito o no a un préstamo personal. Todos alguna vez necesitamos hacer una inversión que podíamos solventar con nuestro salario o nuestros ahorros y recurrimos a los mecanismos de crédito, por eso decirle “No al FMI” es un capricho infantil que no prevé que si se quiere invertir fuerte para dar un gran salto es útil endeudarse razonablemente, como el que pide un préstamo para ponerse un comercio. Del mismo modo que tener la posibilidad de endeudarse para solventar necesidades básicas tampoco está mal, ejemplo: yo no podría comprarme una heladera hoy con mi sueldo, por eso tengo que comprarla con tarjeta y en cuotas; el crédito me ayuda con una necesidad urgente.

Lo importante es tener en cuenta si esa cuota la vamos a poder pagar, porque no poder pagarlas implica embargos, deudas eternas, problemas legales, inhibiciones. Es por eso que el slogan de no pagar la duda suena irresponsable, más aun, de gente con ciertas responsabilidades en el sistema financiero. No importan los desvaríos a los que nos tiene acostumbrados Fernanda Vallejos, lo que importa es que el presidente del banco más importante del país como Claudio Lozano no inste a no pagar una deuda de un crédito contraído y pretender que sólo se haga cuando se crezca lo suficiente. Para ponerlo en términos domésticos, es como si me equipara la casa en un solo día con todos electrodomésticos nuevos: heladera, lavarropas, TV, aire acondicionado, etc; y lo pagara todo con tarjeta de crédito; al momento de recibir el resumen con la primera cuota de todos los electrodomésticos me doy cuenta que no puedo pagar el alquiler si pago todas las cuotas y entonces vaya a pedirle a Claudio Lozano que me permita no pagar hasta que en el trabajo crezca lo suficiente y gane acorde para pagar todas las cuotas juntas. Un delirio que a la última persona que se le debería ocurrir es a un director de un banco.

Por último, está esa idea de que viene un personaje malévolo y nos endeuda de pura maldad que tiene; creer que porque nosotros seguimos siendo una clase media asalariada que no tiene casa propia, no gozamos ningún beneficio de los crédito que toma el Estado y ahora nos endeudaron hasta a nuestros hijos. Esto sería algo así como creer que la tarjeta de crédito me quiere endeudar hasta mis hijos si yo, en definitiva, sigo siendo un seco. Pues me olvido que aunque sigo siendo un seco, en medio me fui de viaje al exterior, me subí al Empire State, comí pescado en el Chelsea Market y hasta me compré remeras berretas en Forever 21. Claro, podría haber hecho un gasto más inteligente, menos banal, algo que me haga dar un salto de calidad, sin embargo esa fue mi elección y debo pagar por eso, aunque hoy solo me queden recuerdos bonitos y ninguna de las remeras que me compré. Creer que ninguno gozó de los beneficios que nos llevaron a endeudar, es creer que la luz, en efecto, vale $75; que el futbol es un derecho verlo gratis o que la tía paqueta que vive en Recoleta que nunca trabajó, que vivió siempre con mucamas y que nunca aportó al Estado tiene el derecho de jubilarse como se jubila una enfermera. Bienes materiales disfrazados de derechos que tienen un costo, que no son gratuitos y que quizás son lujos que no nos podemos dar, por una simple razón: no los podemos pagar. Como país corre la misma regla que como a nosotros: no podemos gastar sino podemos pagarlo.

 

 

Siempre podemos tomar malas decisiones, podemos ser más optimistas de lo que la realidad nos dice y hasta puede que seamos cautelosos y el universo conspire en nuestra contra. Lo importe es siempre hacerse cargo de nuestras acciones, pagar nuestras deudas y aprender de esos errores. Corre tanto para personas, como países; aunque por lo general las personas aprendemos más rápido y los países viven repitiendo sus errores.    

 

Publicado por Juani Martignone

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