Romantizar la pobreza

Hace poco tiempo terminé de leer el clásico de Víctor Hugo del siglo XIX: Les miserables. La novela surfea entre la idea del bien y el mal en el contexto de pobreza de la época. Cuanto menos posibilidades hay, cuando la desigualdad es atroz, cuando la pobreza se invisibiliza, la línea entre lo que está bien y lo que está mal empieza a esfumarse. Cuando la necesidad golpea, prostituirse no está mal, robar no está mal, incluso robarle al que te ayuda con casa y comida, tampoco está tan mal. Por supuesto también encontramos personajes como los Thénardier que roban de avaros que son, de maldad intrínseca, pero también encontramos a aquellos que sucumben entre las mieles del mal simplemente por efecto contagio, o a modo de reacción de un ley que los castiga cruelmente solamente por verles la cara de pobres. Aun así, este clásico, que hasta que se ha convertido en un musical, se centra en una historia de redención: el protagonista, Jean Valjean, va a salir de la pobreza transformándose en un hombre respetable a fuerza de aprovechar una oportunidad y trabajar mucho. Nos mostrará también el lado luminoso de la pobreza, como la unión de las personas ante la adversidad, la solidaridad, y cómo alguien al que le fue mejor puede ayudar y dar oportunidades porque nunca olvida de donde vino.

Víctor Hugo, embebido en el estilo romántico de la época, agrega algo novedoso para aquellos tiempos: el realismo. Cuenta con detalle una realidad cruda en un momento en el que el público estaba acostumbrado a leer novelas épicas o historias de amor por entregas. Más allá de la historia que nos quiere contar, el autor, viene a denunciar que cuando hay pobreza, cuando faltan oportunidades, cuando la desigualdad es galopante, los que no se llegan a salvar, caen en la miseria y se vuelven miserables. No era una visión clasista, sino realista; una mirada desde el espanto.

Hoy, en este contexto, es muy difícil de verlo de este modo porque la pobreza se romantiza, ya no al estilo de Víctor Hugo, sino para que nos acostumbremos a ella. La idea de que somos pobres y después de todo no está tan mal, se reproduce cada vez que palermitanos con todas las necesidades cubiertas y más, nos cuentan lo felices que son los pobres porque si vas a una villa están escuchando cumbia y tomando mates o una birrita con el vecino, mientras los pibes corretean por los pasillos. De hecho, hace poco más de dos años en una entrevista con Alberto Fernández, Beatriz Sarlo llamó “miserables” al 10% de indigentes (de ese momento, hoy sabemos que creció a más del doble) provocando el escándalo del presidente que le dijo que el término era peyorativo porque los pobres son gente buena, a lo que Sarlo respondió que usaba ese término por Víctor Hugo. Ser miserable no es ni bueno ni malo, es un concepto, una realidad, que cuando se llega a ella no importa el mayor o menor grado de bondad de la gente, hay que salir. Decir que hay miseria no es un acto calificativo en sí, sino denunciar un estado de situación que no puede suceder.

Esta discusión se reavivó en los últimos días con unas declaraciones de la ministra de educación porteña, Soledad Acuña, sólo que sin el nivel que nos pudieron dar Víctor Hugo o Beatriz Sarlo, tanto ella, como sus detractores. En una charla telefónica con un programa de radio, la ministra dijo que de la matricula que tenían previo el cierre de escuelas durante la pandemia, lograron revincular al 98% de los alumnos, y respecto del 2% restante dijo que era tarde porque “seguramente están perdidos en el pasillo de una villa o cayeron en actividades de narcotráfico o tuvieron que salir a trabajar” (sic). Quien tenga una leve comprensión de lectura entiende que la ministra dio tres posibilidades en las ella imagina en las que se pueden encontrar esos chicos que no volvieron a la escuela: o en la villa, o en el narcotráfico o saliendo a trabajar. Si al escuchar estas declaraciones obviamos todo las “o” que separan una posibilidad de otra, entendemos que para la ministra los chicos de la villa dejaron la escuela para salir a trabajar en el narcotráfico. Esta es una imagen muy difundida de la pobreza, por eso quien lo escucha de por primera vez puede hacer esa asociación, pero el clasismo no estaría, en este caso, en la ministra Acuña sino en quien, al escuchar, asoció las tres posibilidades como una sola que claramente estigmatiza a todos los chicos de las villas.

 


Es cierto (durísimo pero cierto) que a veces es tarde para arreglar algo que no se pudo arreglar o prever antes porque a veces depende de todo un sistema mucho más grande que el que ataña a un ministerio de una ciudad rica. Esto no quita que duela mucho escuchar a la ministra que baja los brazos con ese 2% que le faltó revincular. Sin embargo, en otras ocasiones hemos festejado esa honestidad bruta de parte de los funcionarios públicos cuando no nos quisieron endulzar la realidad con frases motivacionales y nos contaron la realidad por más dura o fea que fuera: Churchill avisando que durante la segunda guerra, en Reino Unido, correría sangre, sudor y lágrimas; o el menos poético y más actual, cuando Ángela Merkel anunció que, a pesar de todos los esfuerzos que iba hacer Alemania por reforzar su sistema de salud, moriría aproximadamente el 15% de la población por covid.

El gobierno que pareciera estar cooptado por esas chicas que creen en la astrología y comparten frases positivistas en historias de Instagram, salió a arremeter con el leit motiv que “nunca es tarde para volver a la escuela”. Siendo el gobierno que cerró las escuelas por 2 años y militó hasta el hartazgo mantenerlas cerradas no queda claro a qué se refieren ¿Acaso nos están diciendo que no estuvo tan mal cerrar escuelas por 2 años desvinculando del sistema educativo a más de un millón de chicos porque después de todo nunca es tarde para volver y esos chicos quizás vuelvan a terminarla cuando tengan 40 años y eso está bien? ¿O realmente quieren repudiar que una ministra tire la toalla con ese 2% de pibes que no pudo volver a meter dentro de una escuela? Y si en realidad fuera esto último ¿Cómo convences a un pibe de que la escuela es el mejor lugar en el que pueden estar cuando el 65% de los menores de 18 años son pobres? ¿Cómo se incentiva a un chico a que termine la escuela si ven que el 40% de la población es pobre aun habiendo terminado la escuela o trabajando 12 horas por día? ¿Qué les asegura que no es mejor vender fotos de ellos desnudos por Onlyfans que cobran en dólares o hacerse soldaditos de una narco que les paga en crocantes? Probablemente esperamos que una ministra de educación sepa cómo hacerlo, pero olvidamos que un ministro por sí solo no puede cambiar una realidad si no hay todo un contexto que colabora para que esa realidad cambie; aplica para una ministra de educación, como para un ministro de economía también.

Bueno sería poder comparar el índice de revinculación de chicos a la escuela que tiene la provincia de Buenos Aires que adoptó una política exactamente opuesta a la que la ministra llevó a cabo en la ciudad de Buenos Aires. A diferencia de ella, que tuvo que acudir a la Corte Suprema para que a fuerza de la ley le dejen abrir las escuelas, en la provincia, el gobernador, con la ayuda de todo el aparato estatal y los medios afines, instó a que las escuelas estuvieran bien cerradas. Quizás desde la provincia que gobierna Kicillof no necesitan contar cuantos chicos lograron revincular a la escuela porque ellos podrán volver cuando quieran, porque bien sabemos que “nunca es tarde”.

No se discuten números y estadísticas porque la discusión era meramente semántica: la ministra dijo “villa”; algo así como cuando Sarlo dijo “miserables” y a Alberto Fernández se le transfiguró la cara porque quizás nunca había leído la novela decimonónica y no entendía el concepto al cual se estaba refiriendo. Decir que varios de esos chicos que dejaron la escuela viven en una villa, para la retórica kirchnerista no es una realidad, es estigmatizarlos. La retórica de quienes hoy nos gobiernan es la de generar identidades (uno no es uno sino que es un parte de un grupo, una tribu, porque “lo personal es político”) y ponderan, sobre todas las cosas, aquellas identidades que consideran oprimidas; y si no se sienten oprimidas las empujan a fuerza de discursos épicos para que de alguna manera se vean como víctimas de una sociedad malévola que los quiere dañar, para luego entrar ellos a salvarlos (el caso más ejemplificativo es el de Florencia de la V que comenzó su carrera haciéndose eco de sus diferencias y hoy nos dar cátedra, desde Página 12, de todo lo que discriminamos, lo que la lleva a chocar con Lizi Tagliani). Es por eso que la estigmatización está a la orden del día: Kicillof, cuando era ministro de economía, no decía la cantidad de pobres porque estigmatizaba; se opusieron a las pruebas PISA porque estigmatizaba a quienes no las pasaban; se escandalizaron cuando les dijeron que muy poquitito pobres llegan a las universidades porque estigmatizaba. Mientras tanto dejaron de medir, de nombrar todo lo que es feo de escuchar ¿Para qué decir que casi la mitad de la población es pobre si podemos decir que siendo pobre también podemos bailar y cantar y tener buenos amigos y ser buenas personas? Este camino sólo lleva a la romantización de la pobreza.

Es cierto que en las villas hay niños correteando felices por los pasillos, lo que no te dicen es que van correteando por pasillos en los que corre la misma mierda que cagaron ellos mismo esa mañana porque no tienen cloacas. Es cierto que muchos a pesar de todas las adversidades van a la escuela con mucho esfuerzo, lo que no te dicen es que van a tener mucho menos acceso al material que acceden los más ricos y por consiguiente van a conseguir peores trabajos en el futuro continuando esa lógica de la pobreza, llamada pobreza estructural. Es muy cierto que entre ellos reina la solidaridad, que se ayudan cuando se les inunda el rancho o colaboran cuando les afanó un vecino, lo que no te dicen es que se tiene que ayudar entre ellos porque mientras sufren necesidades producto de la falta de oportunidades, nuestros políticos están discutiendo si nos van a “regalar” otra vez los partidos de fútbol para que podamos verlos por la tele, porque no hay nada mejor que discutir. Los pobres van a seguir siendo pobres. Como ya no se los pueden sacar de ahí (del mismo modo que Acuña no puede con ese 2%) al menos hacen de los pobres, pobres felices; o pobres entretenidos, con futbol en este caso.

Cuando decimos que queremos erradicar las villas, no decimos que queremos erradicar a los pobres, esa es una lectura muy ramplona. Queremos erradicar esos espacios que están asentados sobre las zonas más expuestas a la contaminación, al narcotráfico, a las situaciones hostiles, a las balas de las facciones internas y de la policía también, a las instalaciones precarias que en 2 segundos pueden provocar un desastre, al hacinamiento que es el caldo de cultivo de enfermedades de todo tipo, como también del incesto y los abusos. En una villa no se vive bien, se trata de vivir de la mejor manera que se puede y eso es valorable y gracias a la gente que ahí vive, pero no debemos acostumbrarnos a que haya personas que sobreviven en un contexto hostil sólo porque le ponen fuerza de voluntad, ganas, buena onda y porque creen que “nunca es tarde”.

De la lectura de Les miserables comprendí que, casi dos siglos después, el estado de situación es el mismo: la gente que se cae del sistema, se vuelve miserable. Entendí que muchas cosas buenas pueden surgir desde la adversidad, pero la novela muestra que Jean Valjean hay uno solo, uno sólo logró salir de la miserabilidad; Fantine, en cambio, murió pobre sin sus dientes que tuvo que vender para comer, su cuerpo prostituído y entregando a su hija a dos facinerosos para que tenga la vida que ella no le podía dar ¿Qué hay de romántico en esto? ¿De qué modo estamos estigmatizando la pobreza si no queremos discutir realmente todo lo que pasa?

Jean Valjean logró salir de ahí movido por el espanto, la injusticia y la falta de oportunidades que tenía por el simple hecho de haber nacido pobre. No se resignó a su identidad villera o miserable. Justamente, de eso se trata.                  

 

Publicado por Juani Martignone

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