Argentina adolescente

La lluvia llegó, los incendios forestales en Corrientes se empiezan a ir y el debate sobre el ambientalismo quedó. Enhorabuena. Indigna ver a Juan Cabandié ocupar un ministerio del cual no entiende nada, hasta ahora sus méritos eran ser muy amigo de Néstor Kirchner y el tipo que “se bancó la dictadura”, según lo dicho a una oficial de tránsito para no le labrase una multa por una infracción que sí había cometido. Pero antes, esa misma cartera fue ocupada por otro neófito en el tema como el rabino Bergman y hasta en algún momento María Julia Alsogaray con su promesa de limpiar el riachuelo en 1000 días. Una cosa queda clara: a ningún gobierno le interesa la cuestión ambiental; siempre pusieron al mando gente inexperta a la que debían ubicar en un puesto, por contacto, por amiguismo, porque le debían un favor; les daban el ministerio que les sobraba, el que no importaba tanto. Para pensarlo en otro modo, a nadie se le ocurre, ni a gobiernos ni a sociedades, otorgarle el ministerio de economía a alguien que no sabe del tema pero que es un fiel militante de la causa del partido; todos esperamos que ese lugar lo ocupe un experto economista, luego podremos debatir la tendencia. O sea que, para los ministerios importantes, colocan expertos; para los no importantes, colocan amigos. Una práctica socialmente aceptada desde el momento en el que la batalla cultural hizo trizas la idea de meritocracia. Cuando los puestos no se ocupan por mérito, por experiencia o por ser el mejor en el área, pues entonces se ocuparán por otros factores como amiguismo, militancia, contacto. Basta con ver cómo la fiel militante Cecilia Nicolini puede pasar de ser una experta compradora de vacunas a un experta en medio ambiente; y el fiel economista militante Matías Tombolini puede pasar de ser el vicepresidente del Banco Nación a presidir la empresa estatal que desarrolla satélites espaciales ARSAT. “Puestos menores”.

La sociedad de hoy en día ya no se deja engañar en lo que a medio ambiente se trata, lo de Nicolini y Tombolini pasa como si nada. Las nuevas generaciones no son como la de los 90 que creíamos que al comprar una remera de Greenpeace o de Vida Silvestre o escribir en una pared “Salven a la ballenas” ya estábamos ayudando al planeta. Las actuales militan y exigen políticas ambientales efectivas. La micromilitancia y la cybermilitancia (militancia a través de posteos en redes sociales) ha colaborado con la expansión y la conciencia de los temas ambientales en las generaciones que nos van a suceder. Es por eso que es justo que se analice cómo y de qué manera se dan estos debates, y cómo impregnan en la sociedad que ya ha dejado la adolescencia y puede poner otros valores en juego ante premisas férreas y vacuas como plantar un árbol por metro cuadrado o tener un gran parque que mire al río.

No existe suma de costos que de cero. Nuestra sola existencia en el planeta genera una huella, contaminamos por más que cerremos la canilla mientras nos cepillamos los dientes; nuestras heces contaminan el medio ambiente y afectan a la capa de ozono y sin embargo a nadie se le ocurriría dejar de cagar para no afectar al planeta. Queremos autos eléctricos, pero la forma conocida y eficiente de fabricarlos es con baterías de litio, que implica la minería. Queremos dejar de comer carne y de tomar leche para reemplazarla por legumbres y leche de almendras, pero esos cultivos usan nueve veces más agua potable que lo que utiliza la cría del ganado. En la ecuación, alguien va a perder, el punto está en analizar quién queremos que pierda, cuánto va a perder y si es posible hacerlo de la manera que todos pierdan, pero poco; inclinar la balanza para una u otra opción indefectiblemente va a generar un desequilibrio, ahora o en el futuro.

No podemos evitar los riesgos. Uno no deja de salir a calle porque existe el riesgo de que lo atropellen, aunque ese riesgo sea real y sea la causa más importante de muertes en nuestro país. Uno intenta educarse respecto de las normas viales, intenta educar a los suyos, como sociedad dictaminamos una serie de normas que intentamos cumplir y aun así la fatalidad ocurre. Es simplista prohibir una actividad para evitar un riesgo. Hace poco una campaña de Greenpeace mostraba a dos adolescentes saliendo del mar empetrolados para manifestarse en contra de la posibilidad de realizar exploración de petróleo offshore a 300 kilómetros de las costas de Mar del Plata y Bahía Blanca. Dejando de lado la visión ramplona de la campaña que puede estar buscando un golpe de efecto mostrando un mundo en el que todo es blanco o negro, es importante analizar cuáles son los riesgos ¿qué es más riesgoso buscar petróleo en el continente al lado de un río que atraviesa varias ciudades o hacerlo a cientos kilómetros de la costa donde ningún poblador se verá directamente afectado pero quizás sí indirectamente?

 

 

Como sucedió con las escuelas o los controles de salud durante la pandemia, sabemos que el riesgo siempre está y que apuntar a exterminar un único riesgo nos afecta a otros: ocuparse sólo del coronavirus nos dejó una generación que perdió escolaridad y gente que hoy se entera de enfermedades que pudo haber detectado a tiempo. La salida fácil es prohibir para evitar riesgos, la difícil es la de exponerse a los riesgos intentando mitigarlos. Tratar de que todas las actividades que dejan huella ambiental tengas bajo riesgo, requiere de pericia, empezando por no poner a Cabandié o Bergman como ministros de medio ambiente y siguiendo por analizar qué hicieron otros países para generar estas actividades con riesgos bajísimos de impacto ambiental ¿qué hace Brasil en la playas de Río de Janeiro para tener exploración offshore sin que la garota de Ipanema salga empetrolada del mar? ¿Qué hace Noruega para tener granjas de salmones en sus mares sin que eso le implique un desequilibrio ambiental? ¿Qué hace Francia para tener granjas porcinas y a la vez equipara la huella ecológica? ¿Qué hace Uruguay para tener una papelera que en 20 años no ha generado ninguno de los desastres naturales que generan las nuestras en nuestros ríos? Mitigan riesgos, tiene políticas activas y controles férreos, todas cosas que nosotros no podemos hacer siquiera con el sistema de salud y el sistema de educación, que en teoría nos importa.

Que estamos dispuestos a perder. Si la suma de costos no da cero, eso implica que algo vamos a perder. En la década del 40 se instó a la población a que migre a los cordones del conurbano para llenarlo de fábricas que les darían trabajo y prosperidad a familias que llevaban generaciones muriéndose de hambre. Esto trajo como consecuencia la contaminación de la cuenca Matanza Riachuelo que hasta el día de hoy no puede limpiarse y genera enfermedades por más que ya casi no haya fábricas a su vera. En aquel momento, se eligió perder el río a costa de la prosperidad, probablemente por una cuestión de pensamiento de época, porque después fue el mismo Perón quien creó el ministerio de medio ambiente. Teniendo en cuenta esta experiencia, y otras y que hoy contamos con otras herramientas, debemos preguntarnos qué estamos dispuestos a perder. Si queremos vivir exclusivamente de lo que cultivamos de la tierra sin ningún tipo de aditivo, debemos saber que si hay sequías o malas cosechas podemos volver a las largas temporadas de hambrunas que se vivían en el medioevo, con consecuencias como acortar la expectativa de vida o morirnos por el ingreso de una mínima bacteria debajo de la uña. Si queremos liberar a la capa de ozono de los gases que la perjudican, debemos dejar de comer carne, con la consecuente atrofia de nuestro cerebros, pero también debemos dejar de utilizar los autos (porque los autos eléctricos usan litio que sale de la minería) y hacer Buenos Aires Mar del Plata en bicicleta (de bambú porque para las de carbono es necesario explorar fuentes de petróleo como la propuesta de Mar del Plata) y tener en el camino postas de parada como en la época colonial de la tracción a sangre porque sólo llegar a nuestro destino vacacional nos puede llevar unos cuantos días. ¿Estamos dispuestos a perder los beneficios que dio la vida moderna para vivir una vida de medioevo hasta los 30 años?

Cuestión de prioridades. Nuestro país vive una crisis económica profunda y a los gobernantes, y a los seguidores talibanes que viven en Narnia con ellos, les contenta, les conforma y los deja dormir tranquilos saber quién provocó o no la crisis en la que estamos, como si no fuera una consecuencia de gobiernos que vienen de hace décadas. Ver cualquier índice de la Argentina te hace dar cuenta que el país sólo se deteriora, a veces más, a veces menos, a veces con pequeño salto arriba, pero después vuelve al deterioro, a la decadencia. En este contexto es importante marcar nuestras prioridades, si queremos menos fábricas y seguimos manteniendo a la ya cuarta generación de asistidos o queremos más trabajo y que menos gente dependa de la ayuda del Estado. Claro que podemos mandar a todos los asistidos a vivir al campo, a arar la tierra a la vieja usanza y a depender de las buenas o malas cosechas, si es que es ese nuestro concepto de justicia social; de lo que debemos ser conscientes es que ese proceso llevará décadas, debe tener los controles y seguimientos necesarios y quienes participen de la experiencia debe saber que vivirán peor hoy para darle una prosperidad mediocre a su posteridad. Si la ecología está por encima del hambre de un pueblo que viene hambreado hace décadas y por sobre la educación y los nutrientes y la longevidad de nuestra posteridad, entonces vayamos a por eso. Más árboles, menos trabajo; solamente es una cuestión de prioridades.   

Existen las sutilezas. Se puede tener un país más amigable con el medio ambiente a la vez que se tiene una economía pujante; de nuevo, los ejemplos vuelven a ser Noruega y Uruguay que tiene economías fuertes en un contexto irrestricto del cuidado del medio ambiente. Pero para lograr ese equilibrio no le cerraron la puerta a las exploraciones de petróleo, a las granjas porcinas, a las granjas de salmones, a las papeleras, a la minería, sino que se les abrieron, las analizaron, analizaron qué estaban dispuestos a perder y qué no y trabajaron y trabajan para mitigar los riegos que puedan traer porque esas actividades que les solventan las prioridades que tienen. A medida que pudieron dar un salto de calidad de vida en las personas, fueron migrando hacia políticas cada vez más respetuosas del medio ambiente, porque saben muy bien que no se le puede pedir a la población que varíe su dieta entre proteínas, carbohidratos, vegetales, legumbres y grasas saludables si antes no saben cómo van a hacer para comer esa noche. Para llegar al punto de elegir ser cuidadoso con nuestros consumos, primero hay que poder consumir y mientras que esa transición ocurre debemos poder darnos algunas licencias y no mantener sólo consignas irrestrictas. Porque prohibir la minería y el cultivo de soja nos dejará sin los dólares que el país necesita para traer las partes que le da trabajo a los fueguinos y nos da a nosotros los celulares para que posteemos en Instagram que odiamos a la minería y la soja. Es un oxímoron.

Yo también fui un adolescente que cantó “No a la papeleras” al ritmo de Seven Nation Army para protestar contra papelera Botnia en el río Uruguay y el tiempo me hizo ver no todo era tan sencillo como decir no, que decir no tenía consecuencias que no estaba dispuesto a pagar. Empecé a ver el mundo como una gama de sutilezas y no de verdades reveladas, que no siempre los incendios se dan por productores malévolos, que a veces quemar programadamente es una solución, que a veces la naturaleza se comporta de un modo que nos perjudica y no porque nosotros hayamos colaborado con eso, sino porque así es la naturaleza.

La madurez es la búsqueda de la reflexión, de saber que no se sabe nada y que uno va en búsqueda de un equilibrio que dañe lo menos posible, aunque dañe. Ya que el tema está en agenda, sería bueno que el debate ambiental deje la adolescencia de stories de Instagram y amigos del poder jugando a ser ministros y pase a ser un debate más maduro que involucre a la sociedad completa.  

 

Publicado por Juani Martignone

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