La generación que alquila
Una sola pregunta alcanzó para encender la mecha de algo que se sabe (y se padece) pero se mantenía tras bambalinas, sin hacer mucho ruido para no incomodar a aquellos que se benefician. Una amiga que vive en Arrecifes, el lugar donde nací, una ciudad de no más de 40.000 habitantes, pregunta cuánto se debe ganar para poder alquilar, no en Buenos Aires, Nueva York o Londres, sino en esa ciudad que está a dos horas de la capital del país y donde todos se conocen con todos. Delfina, la amiga en cuestión, nunca había recibido respuestas de miles. Esas ganas de correr el telón de lo que sucede detrás del derrotero que sufren las personas que alquilan estaban a sólo una pregunta en un storie de Instagram, para que estallen.
Hace 20 años que vivo en la ciudad de Buenos
Aires y más de 15 que trabajo en empleos registrados en relación de
dependencia; mi respuesta a su pregunta fue un acto porteñismo extremo. Me
aporteñé, la peor traición puede cometer alguien del interior, y me olvidé cómo
es la vida en un pueblo, que los costos de vida comparados con el lugar que
vivo son inconmensurables. Me equivoqué nuevamente: una casa de dos
habitaciones, sin gas, ubicada en las periferias de la ciudad, cuesta
exactamente lo mismo que un 2 ambientes con balcón a la calle sobre una de las
avenidas más seguras y con una boca de subte y mil líneas de colectivos en la
puerta en la ciudad más rica del país. Existen diferencias, por supuesto, a una
se llega en subte, tren y colectivo, en cambio para llegar a la otra, tenes que
cruzar todos los días una ruta provincial, con los riesgos que eso implica; en
una los ambientes son reglamentarios, casi como vivir en una caja de zapatos,
mientras que en la otra los espacios son holgados y con un pedacito de pasto para
pisar todos los días. Lo que no difiere en ambos casos es el precio que se paga
por mes. Algo anda mal.
El chispazo que encendió esta catarata de
respuestas y problemas que sufren los más jóvenes, aquellos que se encuentran
en el rango etario de entre 20 y 40 años, además destapo una olla en la que se
cocinaba un caldo pestileste: salarios por debajo de la línea de la pobreza,
empleo en negro como única opción, caos habitacional en un lugar donde la
tierra aparentemente sobra, propietarios oportunistas ante la demanda
desmedida, personas presas de ofertas viles. Todo está mal.
Salarios de $25000 contra alquileres de $30000
obligan a buscar alternativas: vivir con los padres hasta lo que dé; la ayuda
de algún familiar; convivir con alguien más y sumar un salario a los gastos
compartidos. Eso sí, las decisiones coaccionadas por cuestiones económicas,
nunca suelen ser las mejores decisiones. Bien lo pueden decir aquellas personas
que viven en entornos violentos con sus parejas, pero no pueden irse porque no
llegan a solventarse por sí mismas. Es por eso que convivir con alguien más no
es independizarse sino depender de alguien distinto, depender de un salario más
para poder alquilar y vivir a la vez. Menuda dependencia. Alquilar, entonces,
cuesta más caro que el dinero que pagamos por mes.
Tampoco es más sencillo para el que pone su
propiedad en alquiler: inquilinos que destrozan la vivienda, malos pagadores,
prohibición de desalojo si hay menores de por medio, un Estado que te persigue
para ver si puede rapiñar también de extra a la jubilación que muchos soñaron.
Dejando de lado los grandes capitales inmobiliarios que concentran todos y
obturan el argumento, pensemos cuál es el incentivo que tiene una persona común
para poner en alquiler ese departamentito extra que tiene. Qué es eso tan
seductor por lo que considera que debe alquilar para ganar unos pocos pesos que
devalúan a diario contra venderlo y hacerse de una suma de billetes que de acá
a 10 años van a valer lo mismo, incluso más; porque en este país una vivienda
se vende en dólares, dólares que ninguno tiene y todos quieren.
Nadie quiere poner en alquiler su vivienda
extra, prefieren venderlas, y si construyen, prefieren hacer viviendas de lujo
porque saben que los únicos que tiene dólares para comprar son los ricos; ergo,
la oferta se achica cada vez más. Nadie quiere abandonar las ciudades en la que
hay posibilidades de trabajo, y quienes ya tienen trabajo, no quieren vivir
lejos de ese lugar; las ciudades se amontonan de gente que ven allí un atisbo
de futuro, ergo, aumenta la demanda. La teoría económica es sencilla: cuando
hay mucha demanda y poca oferta, los precios suben y pueden subir hasta el
punto que una casita sin gas en la periferia de Arrecifes vale lo mismo que un
departamento de 2 ambientes a la calle en plena avenida principal de la ciudad
de Buenos Aires. Lo inesperado tiene su lógica.
Me gustaría creer que es un problema tan
sencillo como las banderitas de Inquilinos Agrupados y que se
resuelve con medidas restrictivas, impuestos y controles férreos, pero hoy
solamente me alcanza con ir a lo principal, a la piedra fundacional: la
inflación. Un país sin inflación da créditos, por lo tanto, se accede más fácil
a la vivienda; los salarios representan el mismo porcentaje del alquiler
siempre y no crece mes a mes; la moneda adquiere valor y no nos desesperamos
por tener dólares estables que nos llevan a vender en vez de alquilar. Es más
fácil creerles a los políticos que el problema son par de vivos no quieren
alquilar las viviendas en las que resguardaron sus ahorros por purísima maldad,
porque más difícil para ellos es que nosotros exijamos un país con una economía
estable. Lo cierto es que es inconcebible vivir con 50% de inflación los
últimos 4 años, y más inconcebible es acostumbrarnos y creer que nuestro
problema de alquiler no es más una cuestión entre locadores y locatarios, y no
algo más grande.
Me propuse hace un pequeño racconto familiar, teniendo siempre en cuenta que vengo de una
familia históricamente de clase media, trabajadora. Me encuentro con mis
abuelos, que trabajaron toda la vida incansablemente y cuando tuvieron a sus
hijas ya tenían un techo propio, luego fruto de su arduo trabajo lograron
comprarse un local y más tarde un terrenito. Después vienen mis padres, que también
trabajaron incansablemente, pero ellos recién pudieron comprarse la casa cuando
yo tenía 4 años; un logro, una casa grande, cómoda que me albergó a mí y a mis
cuatro hermanos; no hubo local ni terrenito. Hoy me toca a mí, a cinco minutos
de cumplir 40 años. Para alguien como yo, comprarse una casa es sueño
imposible, ahorrar para un terreno y luego los materiales es imposible, acceder
a dólares para comprar una vivienda es imposible, acceder a un crédito
hipotecario es imposible; si no queremos seguir bajo el mismo techo que papá y
mamá hasta los 40, no nos queda otra opción que alquilar. Somos la generación
que alquila; no por elección sino porque no hay otro camino posible.
Nosotros también trabajamos incansablemente
como nuestros abuelos y nuestros padres, pero nuestra independencia depende de
convivir, de que la vieja nos traiga las milanesas todas las semanas, de que
podamos ir construyendo de a poco una casucha en ese terrenito que dejó la
abuela, o de algún día heredar, si es que no tenemos hermanos con quien
compartir. Hacemos los mismos esfuerzos, obtenemos menos logros.
La decadencia es un espiral para abajo en el
que año a año, generación tras generación, conforme pasa el tiempo, siempre se
está un poco peor ¿Con qué cara vamos a convencer a la generación que nos
sucede que el camino para lograr sus objetivos es el esfuerzo cuando nos ven
esforzarnos y ni siquiera podemos asegurarles un techo? Si nuestros abuelos
fueron la generación de la movilidad social ascendente, nuestros padres la última
generación que accedió a la casa propia, nosotros la generación que alquila
¿qué le espera a la generación de nuestros hijos? Las respuestas pueden ser
muchas, pero la acción debe ser urgente si queremos revertirlas.
Publicado por Juani Martignone
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