No es cultura, es sportwashing
Si algo trae como aderezo especial el mundial de Qatar 2022, aparte del fútbol, del cual no podría hilvanar dos palabras con sentido lógico debido a mi basta inexperiencia en el tema, es que se realiza en un país árabe donde funciona una dictadura teocrática. A esta altura de la soirée, es una obviedad decir que un mundial de fútbol es más que un evento deportivo, sino que es un evento en el que, por casi un mes, todos los ojos del mundo están puestos ahí y, por lo tanto, también es un evento primordial para la publicidad, los mensajes políticos, la promoción del turismo, y claro, un branding fenomenal del país anfitrión que tiene la oportunidad de mostrar, a todos los habitantes del globo, el gran país que son, motivo por el cual, en teoría, fueron elegidos. Esto tiende a complicarse cuando en ese país existen prácticas poco habituales en el resto de los países del mundo que, básicamente y haciendo un trazo bien grueso, son los no se encuentran dentro del oriente medio; más aún, cuando son prácticas consideradas barbáricas por quienes allí no viven. Cuando vemos las imágenes de las mujeres tapadas con el hiyab, choca.
Las prácticas y los estilos de vida de Qatar, pero bien podrían ser los de Irán también, llaman la atención por lo inusual que nos resultan y nos invita, más bien, casi que nos obliga a definir si lo que allí sucede es parte de una cultura que no entendemos o son, lisa y llanamente, crímenes de lesa humanidad. Para esto, es inminente definir qué es la cultura y aunque todas las definiciones son amplias y hay miles de acepciones porque “todo hace a la cultura”, podríamos decir, que es el conjunto de usos y prácticas que se llevan a cabo por una población, históricamente. Definido esto, podríamos decir que la ablación del clítoris de las mujeres, taparlas con burkas y la persecución de los homosexuales, corresponde a una cultura distinta que nos es ajena, incluso si pensáramos que todo esto corresponde a prácticas religiosas, bien podríamos decir que es parte de una cultura religiosa (porque cuando nos mojan la cabeza de niños y nos hacen comer un circulo de harina de púberes para pertenecer a la religión católica ¿lo hacemos por convicción o porque es una práctica histórica que socialmente aceptamos?). Esta tesis es sostenida por varios politólogos que abogan por el relativismo cultural, algo así como que el mundo está lleno de culturas distintas que nos pueden parecer barbáricas o retrogradas pero nos la tenemos que fumar que así de jodida es la diversidad. Bajo el paraguas del “es otra cultura” descansan todos tipo de prácticas e imposiciones que sobrepasan todos los límites de los derechos humanos, pero no se quieren discutir para no acusar a otros de bárbaros o porque es más fácil decir que todo “es más complejo” y evitar entrar en la discusión. Lo cierto es que no meterse, o relativizarlo, es una forma cobarde de justificarlo.
La clave de la discusión sobre qué
prácticas son o no culturales, es sencilla y se resuelve con una pregunta: ¿son
prácticas o son imposiciones? Volviendo al ejemplo del catolicismo, nadie es
obligado en nuestro país, considerado un país católico y hoy adorador del Papa
por nuestros rasgos nacionalistas, a ser bautizado o a tomar la comunión,
quizás muchos lo hacen movidos por una imposición social tácita, por no querer dejar
de pertenecer a un mainstream, pero si nos negáramos, nada nos ocurriría más
que la vergüenza que podría llegar a provocar, si es que la provoca. Tengo en
mi familia y entre mis conocidos, gente que no se ha bautizado y nadie salió a
perseguirlos o a encarcelarlos por ellos, eso no ocurre en Qatar si alguien se
niega a seguir los preceptos religiosos del Islam. Esto no quiere decir que el
Islam es una mala religión o es retrógrada (si ponemos la lupa en el catolicísimo
o el judaísmo, también lo son) sino que lo que nos resulta retrógrado a quienes
vivimos en países liberales, como el 80% del mundo, es la imposición de una
religión a ser practicada a pie del letra del Corán. Pues entonces, podemos
discutir si es mejor un Estado liberal que uno opresivo, podemos discutir si es
mejor una democracia que una teocracia, pero lo que no podemos discutir es que
una serie de prácticas impuestas por unos pocos a una sociedad entera es una
cultura, porque si hay algo que hace a la cultura es la espontaneidad, lo
incontrolable de las manifestaciones humanas que van a en un sentido que no es
impuesto por nadie, hasta incluso, quizás, llegando a su autodestrucción.
Si se me permite la digresión,
tuve varias experiencias en países gobernados por teocracias islámicas y
vivirlas te hacen diferenciar muy bien qué es parte de una cultura y qué es una
imposición; qué es algo que a nosotros nos cuesta verlo como normal y para
ellos es lo natural y qué es algo que tanto ellos como nosotros lo vemos mal o
les pesa. Pongo dos ejemplos que grafican. En Turquía, que no es una república islámica,
pero sí tienen una fuerte cultura islámica, en los famosos baños turcos, en
particular, en el afamado baño turco de Cemberlitas, los hombres bañan a otros
hombres sin que esto sea una práctica homosexual per se, me hicieron desnudarme
y mientras me incomodaba que un señor me bañase veía como los demás, los
nativos del lugar lo tomaban con total naturalidad, de hecho tomaban té
mientras otro les restregaba la espalda con jabón. Por otro lado, en Marruecos,
esta vez sí una monarquía teocrática islámica, en un tren que iba de Marrakech
a Casablanca, me metí en el primer camarote que encontré lugar y en el viajaban
todas mujeres. La primera reacción fue la de ponerse todas rápido el velo, pues
había entrado un hombre, las convencí de que hicieran lo que las haga sentir más
cómodas y le pregunté si les ofendía que un hombre viajara entre ellas sin
velo. Fuimos todos el viaje charlando, riendo, chusmeando, todos, con la cara y
la cabeza descubierta. Hacía 40 grados, no querían taparse. En el primer
ejemplo me enfrenté a una cultura que no me gusta, no la entiendo, no la
practicaría, pero quien soy yo para decirle qué es lo que está bien y qué es lo
que está mal; en el segundo, me enfrenté con una imposición, que a todos los
presentes en ese camarote, no nos gustaba, no lo entendíamos y no queríamos
practicarla, a pesar de que para ellas, después de ese oasis en el camarote, la
vida volvía ser como se la imponían los hombres religiosos que gobiernan el
país en el que nacieron.
Nadie es parte de una cultura que
no le gusta practicar, y para salir de la digresión y las experiencias
personales, podemos tomar el caso de Irán, en el que no una, sino miles y miles
y lo largo de todo el país se levantaron en contra de la imposición del velo y policía
moral ¿en serio vamos a seguir diciendo que es una cultura distinta? ¿en serio vamos
a creer que hay culturas buenas y culturas malas que la gente las practica
porque es intrínsecamente gente buena o gente de mierda? A Mahsa Amini “la
cultura” de su país le parecía mala y murió por eso, pero para quienes pregonan
el relativismo cultural es meterse con eso es meterse con una cultura que no
entendemos y nada tiene que ver con un crimen que atenta contra el derecho
humano más básico de ser quien uno quiere ser sin joder al de al lado. Es
extraño que un politólogo confunda una política de Estado (la política de persecución
de homosexuales o de mutilación de mujeres, tanto en su cuerpo como en sus
derechos) con una cultura, con prácticas humanas comunes y espontaneas, como si
fuera natural que alguien pida ser violentado por otro, por ser distinto. En
dictaduras teocráticas, como Qatar, las leyes religiosas no son culturas orgánicas
moldeadas por los pueblos, son políticas de Estado impuestas por un gobierno
que entiende que el control es la persecución y el terrorismo.
Poder diferenciar una cultura de
una política de Estado me lleva a tener la primera unpopular opinión de Qatar:
no se puede poner en la misma bolsa de poco respeto por los derechos humanos a
la persecución de homosexuales y la castración de mujeres con la falta de derechos
laborales en el país, que, según un informe de The Guardian, se cargó
con la vida de casi ocho mil trabajadores para la construcción de los estadios
y una red entera de subterráneo que atraviesa toda la ciudad Doha. A los
homosexuales se los persigue, se los azota, los meten presos y hasta los
asesinan en plazas públicas; a las mujeres le mutilan el clítoris, las obligan
a cubrirse cuando están en público, les prohíben la educación; a los trabajadores
no los obligan a morir, simplemente mueren porque no tienen la cultura, sí
occidental, de mitigar los riesgos en el trabajo, porque no lo ven así, no ven
riesgo cuando de trabajo se trata. Esto sí es cultural. Cultural como un
kamikaze japonés que tan irracional le pareció al mundo occidental durante la
segunda guerra o para ser más gráficos, y más contemporáneos, la toma de
rehenes del teatro Dubrovka en Moscú. En el año 2002 separatistas chechenos
tomaron de rehén, en plena función, a casi 800 personas en el teatro ruso y el
gobierno de Putin, para terminar con el problema, mandó a tirar veneno por los
ductos de aire acondicionado del teatro y así murieron todos, rehenes y
terroristas también; problema terminado ¿Por qué los rusos no se escandalizaron
con esta práctica? Porque su matriz cultural entiende que esta es una buena
forma de resolver el conflicto, que el fin justica los medios. Nadie los obligó
a morir, son cosas que pasan, daños colaterales que se dan cuando se intenta
hacer algo más grande, como terminar con una toma terrorista o poner a punto una
ciudad para recibir al mundo entero por un mundial de fútbol.
El relativismo cultural no es
casual, no es malévolo, ni rentado; se une con el primer punto en este texto
planteado: la posibilidad de que un país, que no conocemos, abra una ventana al
mundo y todos nos veamos en la obligación de ver las bondades y no nos
permitamos discutir si lo que allí sucede es lógico que siga sucediendo en la
tercera década del segundo milenio en un mundo, que, en los papeles, es más
civilizado que hace cinco mil años, porque existe un pensamiento chiquito que
dice que discutir estos temas es oponerse al fútbol, al mundial, al deporte, a
los jugadores, a no sentir la pasión o a la imposibilidad de ver que la patria
se representa en una camiseta, pero entiendo que para el que le gusta el
fútbol, sentir la pasión, la camiseta y la liturgia futbolera, da lo mismo si
la sede es Sri Lanka o Macedonia, nada cambia. Repito: no escribo fútbol,
escribo sobre el país sede y lo que algunos hacen por adornar o relativizar o
que en esos países sucede.
De la misma manera que existe un
purple washing o un rainbow washing, baño de feminismo o baño de derechos LGTB,
existe lo que se llama sportwashing. De la misma manera que baña de oro a un
metal más barato para hacerlo valer más, estas prácticas se usan para hacer
parecer a lugares o personas cosas que no son. Como ejemplos podríamos decir
que Jorge Rial, uno de los grandes cultores y promotores de la cultura
patriarcal hizo un purple washing, se dio un baño de feminismo, cuando invitó a
feministas a su programa y desde ahí intentó erigirse como algo que no es: un
machirulo deconstruido. Lo mismo podemos decir de todas esas marcas que
publicitan la inclusión en sus comerciales, pero sus compañías son manejadas
por varones y jamás de los jamaces tomarían a una chica trans, ni siquiera como
recepcionista; hacen un rainbow washing, un baño de derechos LGTB para hacernos
creer que son lo que no son: inclusivos.
El sportwashing es bastante más
viejo y lamentablemente nuestro país tiene tradición en esto. Consiste en darse
un baño de competencia deportiva, alegre, amena, inclusiva, para mostrarse como
un lugar alegre, ameno, inclusivo, cuando en realidad no lo es. En Argentina
sucedió en el mundial 78, el gobierno de facto quiso mostrar al mundo un país
pujante, respetuoso de las libertades individuales, al pregonar su lema “somos derechos y humanos” en una fiesta
de colores y alegría futbolera, mientras detrás, en las catacumbas (o más bien
a metros del estadio monumental) el horror ocurría y se tapaba con cada grito
de gol. También pasó en Rusia 2018, sólo que con un blindaje que permanece
hasta hoy, cuando todos los derechos de la comunidad LGTB violentados
sistemáticamente por el terrorismo ejercido por Putin, fueron invisibilizados
con canciones de Natalia Oreiro alegóricas al mundial. En esto sí voy a hablar,
no fútbol, sino de los directivos del fútbol, que son permeables a prestarse
para toda práctica de sportwashing, para llevar el mundial a países flojos de
papeles, a nivel derechos humanos, para darle una pátina de alegría a la que
nadie en el mundo se puede privar. Esta discusión fue muy bien planteada por la
marca de cerveza escocesa BrewDog con afiches en las calles
que rezaban “Primero Rusia, luego Qatar. No podemos esperar por Corea del Norte”.
Maradona dijo, muy
inteligentemente, que la pelota no se mancha y, en efecto, es así. Esto no es
el fútbol, sino que son quienes lo hacen, quienes están como periodistas en un
país que se violan sistemáticamente todos los derechos humanos y no dicen nada,
viven una fiesta y así lo relatan. Y no espero que el cabezón Ruggeri, que se
la pasa haciendo chistes machistas y homofóbicos a las dos de la tarde en tele,
llegue a Qatar y tenga una revelación respecto de la igualdad de género y la
inclusión de las minorías sexuales, lo espero de quienes están todos los días bajándonos
línea de eso y cuando tiene la oportunidad, se rinden ante la tentación del
sportwashing del futbol. La radio Urbana Play que pretende erigirse como el
faro del progresismo, a golpe de cancelaciones y moralinas, parados en el
pedestal que les da situarse en Honduras y Bondpland, puso un estudio de radio
en Qatar, pagado con pauta oficial y dólares que ellos lloran porque Massa no
consigue, en el cual en ningún momento hicieron siquiera un planteo, plantaron
una bandera, una mínima. María O´donnell se paró en la montaña de privilegios
que la recubren y agradeció que las leyes religiosas no sean impuestas a las
mujeres occidentales, como si las mujeres que sufren el régimen ahí, no le
importara. Está lejos de ser la radio Colonia, o el periodismo portugués que
tanto vanagloria porque tuvo las agallas suficientes para denunciar el régimen mientras
se sucedía, durante el mundial 78. Natalia Volosin y Ángela Lerena aportaron con
sus gritos de gol para tapar los gritos de una mujer a la que le extirpaban el
clítoris o un homosexual que era latigueado. Después, cuando todo pase, volverán
a vivir a su país full of derechos y nos seguirán retando porque nosotros que
no decimos “todos y todas” “jugadoras y jugadores” somos unos machistas
violentos que las invisibilizamos. Tuvieron la violencia de género en frente de
su nariz y en el mejor de los caso, eligieron relativizarla bajo el paraguas de
“es otra cultura”. Aparentemente eso las deja dormir en paz y las excluye del
branding que nos hace mirar con lindos ojos a una dictadura que comete crímenes
de lesa humanidad, de la misma manera se hizo en nuestro país en el año 1978.
La comparación con el mundial 78
marca la diferencia y tira por tierra la discusión de la cultura distinta:
nadie diría que en la cultura argentina hacemos desaparecer personas sistemáticamente,
sin embargo creemos que en la cultura qatarí extirpan clítoris y ahorcan
homosexuales. No se me ocurre mayor subestimación.
Publicado por Juani Martignone
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