Quemar las naves antes de tiempo

La militancia político partidaria hoy se hace a través de las redes sociales. Instagram nos pide una foto en la universidad pública y todos salen corriendo a buscarla para postearla y que el sueño caiga plácido a la noche con la satisfacción del deber cumplido, de haber puesto su granito de arena para algo más grande que se hará realidad a medida que más gente se sume al juego que Mark Zuckerberg nos vende, ilusoriamente, como la democracia de las redes. Si algo me han enseñado las lecturas marxistas es que el comercio nunca es democrático porque las minorías quedan afuera, luego los marxistas se encargaron de demostrarme, con la historia, que a ellos tampoco les hacía gracia un sistema de gobierno democrático donde se sigue el rumbo de la mayoría respetando a quienes piensan diametralmente opuesto. La salida a mansalva de gente usando las redes sociales de Meta, llenan los bolsillos de Zuckerberg, pero la realidad ni se mosquea, eso sí, miles de usuarios se sentirán comprometidos con el intento de un cambio de esa realidad que no cambia, hace, por lo menos, veinticinco años. La militancia política cuyo trabajo conlleva los tres minutos que cuestan tocar la pantalla de un celular para postear algo o para compartir ese video de no más de cinco minutos, también, es lo que convence al presidente Javier Milei de su legitimidad. Nadamos en calles llenas de tachos de basura revueltos y miserables tapados con cartones, pero si no está en X (otrora Twitter), no existe; si su posteo cosecha miles de likes, para gente como él, donde las redes son su ocupación primaria y su religión pagana, significa que la gente está contenta con los 10 puntos de inflación que nos da y que tanto nos indignó cuando nos los dejó el abogado de universidad privada, devenido en ex ministro de economía, recortador serial de presupuestos universitarios y que se gastó cuatro presupuestos anuales de la UBA para ser presidente y no lo fue: Sergio Massa.

La batalla política se da en las redes porque así lo plantean los que están a favor de la universidad y los que la quieren recortar presupuestariamente; se sentirá ganador el que más dinero le haga ganar a Zuckerberg con cantidad de posteos. La realidad, sin embargo, es más caprichosa, más compleja de torcer que apretando “enviar” en el táctil. Aun así, los acólitos de las redes sociales que cumplen a rajatablas los juegos que una empresa les propone para no dejen de consumirla, sentirán también haber estado gritando con un megáfono a hordas de desconocidos, cuando, en realidad, el grueso de los usuarios de redes no llega a los 1000 seguidores, que además son de sus círculos de algún grado de intimidad, no más de tres grados de separación. El posteo político no es más que contarles a tus amigos, aquello que tus amigos ya saben, no hay novedad, ni profundidad (nada que se consume en cinco minutos es profundo), ni valor personal agregado, porque lo único que se hizo fue repostear lo que armó otro, la consigna que armó otro, las palabras de otro, para mantenerte ahí, hooked. Me gustaría creer que la victoria de Milei se debió a las campañas políticas que se hicieron en X, Instagram y Tik Tok, aunque en Argentina esos usuarios activos no superen el 17% del total de la población. Es que las redes, además de proveernos onanismo en tiempo donde no hay sexo, ilusión de involucramiento político, también nos hace sentir celebrities, creemos que aquello que ponemos en nuestras cuentas generará una cantidad de vistas comparable con cualquier pavada que suba Susana Giménez a sus cuentas y así lograremos concientizar, educar al ignorante, conquistar, como Colón, los terrenos infestados de aquellos que “no la ven” como sí lo hacemos nosotros. Yo, que puedo ver que estos textos que me llevan horas pensar, procesar y corregir, soy consciente, porque lo mido, que llegarán como mucho a treinta personas, de las cuales muchas lo abren y se aburren en la segunda oración o la tercera palabra que requiera googlearla, y aunque suene a falsa modestia, no pretendo evangelizar a nadie, sino pensar en voz alta los temas que me interesan, porque siempre pienso mejor escribiéndolo, y mi único anhelo de interacción es el contrapunto, la polémica, en una sociedad que ya no polemiza, que se resguarda de ofender a alguien y le mete cuanto candado puede para no quedar expuesto. La lógica del uso de las redes como militancia política de un bando y del otro son, exactamente, la misma, y la suma siempre da cero.

Culpar a la gente de su uso de las redes es tan vil como querer evangelizarlos, y aunque no entro en el juego de ilusión de compromiso político que nos venden Meta, Milei y afines, entiendo su adicción, porque lo viví y lo vivo; una adicción similar al paco: la consumición de una droga de bajísima calidad que te embrutece más de lo que te forma (usado de ese modo), pero que es casi imposible dejarlo. Fue así que, movido por el hype, también me vi buscando alguna foto de mis años en la UBA y no encontré ni una sola. Pues claro, soy de otra generación, y la accesibilidad a una cámara de fotos siempre dispuesta a disparar era cosa de gente de dinero, de mucho dinero. Estudiar arquitectura, en la UBA, en los early 2000 era carísimo, bastante inaccesible, por eso, cualquier ahorro que se pudiera hacer siempre era bienvenido, porque más adelante había más por gastar. Las cámaras todavía se usaban con rollo, y compartíamos uno de doce fotos entre dos, seis y seis, para fotografiar nuestras maquetas para alguna entrega; no había posibilidad que sobre alguna para sacarnos haciendo una morisqueta mientras pegábamos dos cartones de tres milímetros con cemento de contacto. Las primeras fotos con los amigos que hice en la carrera, llegaron con los celulares, cuando ya casi ninguno estaba en la facultad. Y aunque celebro que la tecnología haya puesto en la mano de cualquiera la posibilidad de retratar un momento con costo casi inocuo, la ausencia de fotos en la facultad “posando para el Insta”, es una parábola perfecta de la universidad pública: la sociedad entera estaba haciendo un esfuerzo enorme para que yo estuviera ahí (mis padres también, por supuesto, un esfuerzo más que enorme) para que obtuviera el título que nunca obtuve; lo justo era que yo optimizara al máximo los recursos. Soy producto de la educación pública, de punta a punta, y si algo aprendí, es que el ahorro de recursos es fundamental porque a fin de mes no se puede subir la cuota para ajustar. Desde siempre conviví con eso y lo considero, no sólo justo, sino que también pedagógico: en lo público no existen escalas como en una prepaga que quien más paga tiene más servicios cubiertos, y, como los recursos son escasos, la optimización y la creatividad para lograr lo mismo con muy poco, aun pudiendo económicamente, pero por respeto para aquellos pares que no podían, era la ley. Entendí con el tiempo por qué en mi secundario no nos permitían usar ropa con nombres visibles de marcas: porque era una ostentación frente a quien no accedía a eso y la escuela era un espacio que a todos les debía dar el mismo lugar, sin escalas diferenciadoras, para que todos puedan salir de la misma línea de partida; otra parábola de la educación que los que van a las privadas para tener todos los días de clases o por la ilusión filantrópica, de los mismos onanistas, que dicen dejarle el lugar aquellos que no pueden pagar, nunca conocerán aunque se cuelguen carteles a favor o posteen cuanta foto y videíto en la redes sociales; a lo sumo querrán una universidad gratuita para quienes no la puedan pagar: una universidad para pobres, mientras ellos se van a las otras, porque si pueden pagarlas. Es importante que para defender algo se lo conozca hasta punto de sufrirlo y, aun así, elegir defenderlo igual; ahí se encuentra la militancia que cuesta mucho más que tocar “compartir” en la pantalla de nuestro smartphone. Las causas que uno se carga en la piel no pueden ser tan líquidas como una consigna mainstream como una storie que se escurre entre los dedos de un día al otro. Una causa es compromiso personal al que uno le pone algo más que cacarear por redes versus carteles con frases ingeniosas amuchados en un plaza, trasciende nuestra vida, se la elige día a día, aunque duela.

 

FADU: mi alma mater. Ver como se visten los FADU guys da a entender que no son unos tirados.


La búsqueda de la foto revelada en alguna óptica que sólo arrojó imágenes de pequeñas estructuras de listones madera balsa sosteniendo latas de conserva, me abrió otra línea de reflexión respecto de cómo eran las tareas que te exigía la universidad pública para estar al nivel que pretendía ¿era necesario que nos hagan gastar fortunas en el revelado de fotos de maquetas que ya habían visto? ¿era lógico que una cátedra exigiera que las maquetas a presentar fueran en foamboard? ¿acaso respetaba el espíritu, antes dicho de misma línea de partida, al corregir las láminas dibujadas a mano con birome roja para que uno tenga que volver a comprar hojas carísimas de gramajes específicos para volver a dibujar todo otra vez? Sinceramente no lo sé, he aprendido que cualquiera que haya transcurrido por una institución educativa no tiene la potestad para diseñar las políticas educativas, para eso hay gente que ha estudiado muchísimo y que cualquier tonto que escribe en un blog pretenda cuestionar aquello que sabe sólo por su experiencia personal y los cuatro libros que leyó en su vida, es un acto de pedantería. Lo que la experiencia nos demuestra a quienes atravesamos la educación pública es que estudiar en una universidad estatal, a pesar de la gratuidad, es una actividad que, por lo onerosa, no es para cualquiera, de cualquier clase social, de cualquier punto del mapa que hayas nacido. Aún gratuita no es inclusiva, salvo para los residentes del AMBA o algún otro conurbano de otra ciudad metrópolis para quienes quizás sí funciona el mito de la universidad pública como el transporte de la movilidad social ascendente. Para quienes no nacimos en el centro de todos los temas que importan a quienes militan en redes compartiendo fotos efímeras o participan de una marcha que les queda a un colectivo de distancia, estudiar una carrera universitaria es sólo para los privilegiados, pera aquellos cuyos padres pueden mantener una segunda casa en una ciudad carísima para que su hijo tenga donde comer, dormir y hacer sus necesidades durante los años que le lleve la carrera o hasta que empiece a poder mantenerse solo, trabajando y estudiando. Lo imágenes que poco se viralizaron de las manifestaciones a favor de la educación son aquellas de todas las marchas que se hicieron en infinidad de pueblos, con puñados de personas, en las plazas principales de los lugares que los vieron nacer, en el interior profundo; marchas que dicen mucho más que la multitudinaria marcha porteña apuntalada por todo tipo de agrupaciones, porque son los pequeños pueblos de nuestro interior quienes valoran y, sobre todo, necesitan que esa educación siga siendo pública, obligatoria y gratuita, mucho más que los habitantes del AMBA que la única educación pública que conocen es la universitaria y que nunca escucharon la palabra cooperadora. En mi experiencia en la universidad pública, los alumnos que éramos provenientes de familias de clase trabajadora, de aquellos que deben trabajar duro, a diario, para mantenerse en la clase media, éramos, como mucho, el 20% y no sólo eso, sino que aquellos que, en algún momento, debimos salir a trabajar, fuimos quienes más abandonamos la facultad, porque trabajar y estudiar es un sacrificio que no todos pueden hacer. La mayor deserción universitaria, en la universidad pública, no se da por cuestiones de nivel intelectual sino de nivel económico; es por eso que las últimas estadísticas tiraron que la universidad pública sólo cuenta con un 14% de alumnos provenientes de familias obreras o pobres. La gratuidad (que no es gratuidad, es gasto indirecto) es un elemento importante, más no definitivo, para lograr que el hijo de un analfabeto se transforme en un doctor.

Estudiar una carrera universitaria es costoso en Argentina como en cualquier otro lado del mundo y teniendo en cuenta que el grueso de los egresados de universidad pública proviene de familias acomodadas, o bien, familias que podrían afrontar un gasto tal como el que hacen otras en una universidad privada, ¿cuán igualitario es que toda la población mantenga la gratuidad de un servicio educativo que le pueden sacar mucho más provecho aquellos se encuentran en los dos quintiles económicos más altos de la población? En los subsidios planos que arrasan a todos por igual, quienes más beneficiados salen son siempre los más ricos. Pensemos en los subsidios de la luz ¿era lógico que el que vivía en un monoambiente en Soldati pagara lo mismo por el kilowatt que el que vivía en 200 metros cuadrados en Nordelta? Aumentar para todos por igual o directamente cortar con el subsidio acrecienta la desigualdad: al de Soldati que le costará horrores pagar la boleta, cuando al de Nordelta le resultará un gasto corriente. Con la educación pasa lo mismo. En mi carrera me encontré con porteños, egresados de colegios imposibles de pagar, hijos de profesionales, que todos los edificios que estudiábamos en historia los habían conocido en algún viaje a Europa ¿es inclusivo o equiparador que la universidad cueste lo mismo para Dalma Maradona (egresada de la UBA) que lo que le cuesta al pibe que viene Pampa del Infierno que trabaja todo el día en un Mac Donald´s para pagarse una habitación en una pensión de Constitución y los apuntes? ¿en estos casos sí importa la meritocracia? Probablemente, quienes hagan cuentas, dirán que un rico paga impuestos en proporción a su patrimonio, por lo tanto, aporta más a mantener la universidad pública que lo que aporta alguien de clase media o media baja; pero eso funcionaría en un país donde el pago y el cobro de los impuestos no fuera un pozo oscuro difícil de transitar en el que quienes más impuestos pagan siempre son los que pertenecen a la clase trabajadora: a los muy pobres se los eximen y los muy ricos los evaden; y lo hacen a cielo abierto con la conciencia tranquila, porque vivimos en un país en el que la economía informal es más ágil y sencilla que la economía formal. Si no me creen, vayan a comer a cualquier lugar de Palermo, Recoleta, Retiro, vayan a uno caro, observen a su alrededor, identifiquen quienes son argentinos y observen cómo pagan: no hay MercadoPago, tarjeta de débito o de crédito, pagan con billetes, muchos, muchísimos.

En esta Argentina maniquea que sólo puede debatir dos o tres palabras de un hashtag contra dos o tres palabras de otro y que los argumentos esgrimidos no superan los cinco minutos de un video con alto impacto para no aburrir a los que se supone están interesados en el tema, la discusión se encuentra (como en el resto de los debates) encerrada entre si la universidad debe ser gratuita o arancelada. En sociedades extremadamente capitalistas lo único que importa es el dinero, es cuánto dinero, dónde más dinero, significa mejor y menos dinero, significa peor; es el culto a riqueza material, a la acumulación de capital. Qué se hace con ese dinero, qué calidad de educación se provee con ese dinero es un tema para gente aburrida que escribe textos larguísimos como este para pensar sobre el tema. ¿Es posible que se esté malgastando el dinero? Con el mismo aporte ¿se pueden obtener mejores resultados, mejores profesionales? Con el mismo aporte ¿se puede tener una universidad que a todos les cueste lo mismo, sin importar si te criaste en un pueblo ignoto o de chico fuiste a Disney? Con estas, y otras preguntas más, resueltas podremos saber si el aporte que hace el Estado Nacional a las universidades públicas es un aporte justo o se queda corto o sobra por todos lados, pero es una discusión que no entra en el tiempo que Filo News tiene estudiado que una persona mantiene su atención viendo el video que cuenta la noticia. Quienes atravesamos la universidad pública, sabemos que está llena de falencias, de infraestructura, de profesores titulares que no aparecen ni un solo día en el año, de otros que trabajan a destajo ad honorem, de trámites administrativos que se pierden perjudicando todo lo realizado, de profesores despóticos en aulas donde no rige ninguna ley, pero pasan los años, cambian los gobiernos, las financiaciones, se aporta más, se aporta menos y esos problemas siguen siendo los mismos que yo tenía en el año 2002. Un ejemplo que grafica bastante claro esta situación son los años de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner donde si vamos a los datos, fueron los años donde más se invirtió en la educación inicial, primaria y secundaria, en cuanto a cantidad de puntos del PBI invertidos, y sin embargo ni todo el dinero gastado pudo siquiera hacerle cosquillas a curva decreciente de la calidad educativa, que venía decreciendo desde fines de los noventa. Desde al año 2001 la educación que se da en la Argentina siempre es peor año a año, la deserción siempre aumenta y el universo de conceptos básicos aprehendidos es cada vez más chico; que hoy un chico egresado no pueda comprender un texto de complejidad media, es producto de una escuela que se viene degradando hace tiempo, de gobiernos que hicieron un culto sobre el dinero invertido sin hacer una auditoría de la calidad que brindaba cada peso aportado por toda la sociedad. Gastar más para que nada cambie no es buena inversión, gastar menos es desinversión y no gastar es simplemente no invertir.

Creer que la emergencia educativa es sólo de los niveles iniciales, es un espejismo producto de no aguzar los sentidos cuando estamos frente a un profesional y en el que confundimos voluntarismo con profesionalidad. Todos hemos ido y vamos habitualmente a un médico y, para quienes son grandes como yo, podrán notar que la calidad profesional ha bajado considerablemente: estudios fundamentales que no se piden, derivaciones con homeopatía, enajenación total, burocratización de los diagnósticos. Está claro que el problema es mayor, la mercantilización de la salud nos llenó de médicos que necesitan que su negocio sea rentable, nada más; a pesar de su voluntad. Soy nieto de un médico de universidad pública, y con todos sus bemoles, porque soy su nieto, tengo el recuerdo de un hombre que no sólo era médico en un hospital, era médico también cuando desayunábamos en el barcito que estaba en la estación de trenes de Matheu. Lo recuerdo leyendo el diario todos los días, aficionado por las artes plásticas, interesado y comprometido por el mundo en el que estaba inserto, lector que corregía con birome las faltas ortográficas impresas en un libro, siempre correcto al hablar; recuerdo a un profesional que tenía una investidura de profesional, un aura que lo envolvía que merecía mi respeto porque era alguien que sabía más que cualquiera, alguien que había pasado por una casa de altos estudios y se había egresado como yo no pude hacer; había hecho algo que no hacía cualquiera. En septiembre de 2023, tras una serie de eventos inefables, terminé internado por un pico de bilirrubina que a la fecha no encuentran más motivo que el stress lógico de mi situación. La médica que me dio el alta, tras cinco días de observación, tenía el guardapolvos blanco abierto, debajo un top y clavado entre su panza y su jean un celular con una funda explotada de estraces que venden a granel en el Once, que sacaba cada dos minutos para chequear notificaciones o meter slide a uno tras otro reel. Cuando entró a mi habitación para darme los papeles del alta vio que estaba leyendo, me preguntó que era, le respondí que estaba leyendo a Emmanuel Carrere, si lo conocía, y dijo que no, entonces, quizás más por saña que por acto etnográfico, pregunté qué estaba leyendo ella en ese momento. Respondió: yo no leo libros.

Quisiera tener profesionales mejores de lo que lo recuerdo a mi abuelo, el último de los cinco premios Nobel que produjo la Argentina se egresó en la UBA del año 1952, César Milstein. Quienes sepan, qué nos digan qué necesitamos para hacerlos, que nos digan qué hacer para que cualquier persona que nació sin el aura de un profesional en un hogar en el que no había profesionales, pueda transformarse en uno, que vean cómo equilibrar la balanza entre el aporte que hacen los que les cuesta mucho dinero irse a estudiar contra aquellos ricos que viajan gratis, que produzcan más y más profesionales, para que conseguir un turno con un infectólogo no sea a cinco meses, que este lleno de profesionales y que todos puedan ganar un buen dinero, por lo que saben, por lo que hacen; que hagan los recortes necesarios en los gastos que no llevan a la nada, que terminen con los kioscos de dos o tres, que seguramente los hay, para que la universidad sea esa casa de altos estudios en la que prima la excelencia y no el acomodo o el hogar de proveniencia. Una vez que tengan hecho ese diagnóstico díganos cuanto sale y ahí vemos si lo queremos gastar en eso y si para tener la educación como prioridad debemos recortar gastos como el Previaje, aunque ahora tenga otro nombre, o dejar de subsidiar a dos empresarios riquísimos para haya gente ensamblando productos en el sur y que, a la fecha, después de décadas del programa, no han podido producir ni un reloj alarma. Defender un presupuesto o defender su recorte sin saber cómo se ejecuta ese presupuesto, simplemente por dos o tres argumentos que se vierten en redes con la misma liquidez que una receta de Paulina Cocina, sin ver que a nuestro alrededor tenemos una realidad que asfixia de tantos malos resultados educativos, es simplemente colgarse de un hashtag que nos propone Zuckerberg o una consigna que nos baja un político de turno, y el problema de esto, es que el debate se va a ir cuando el hashtag o la consigna se reemplace por uno nuevo, porque las redes tienen que seguir en su velocidad crucero. Si nuestros argumentos son líquidos, nuestros debates serán líquidos y el problema durará en nuestras manos, y en las del gobierno, lo mismo que dura el agua que se escurre por los dedos. Preparensé mañana para un nuevo hashtag para postear, para no aburrirse mientras scrollean antes de irse a dormir.

La estrategia de este gobierno de twitteros es sencilla y extremadamente efectiva: mientras el progresismo está entretenido tirando memes y hashtags, o carteles con críticas ingeniosas en una marcha, alimentando discusiones que naufragan en la nada; por detrás, el presidente mete un ajuste fenomenal que se sostiene en un corto plazo, entonces el problema pasa a ser que Lali dijo o no dijo tal o cual cosa, mientras el billete de 1000, casi el de más alta denominación porque el de 2000 nació para ser de Monopoly, no te alcanza ni para comprar una empanada. Si alguno pudiera parar la pelota y plantear el debate seriamente, explicar por qué es importante la financiación de la educación pública sin tener que recurrir a que Juan Pérez suba su foto cuando hizo dos materias de CBC en el año 2008 y Juan siente orgullo por eso, entonces va a ser un debate de la altura que debe dar una casa de altos estudios, un debate que merezca el respeto que requieren las personas que, se supone, están intelectualmente por encima de la media; y un debate en el que no valga todo como ir a asociarse con lo más sucio del sindicalismo argentino o con los resentidos de haber perdido una elección para que hagan relleno en una plaza, porque, de nuevo, más no es mejor, simplemente es más. De una universidad se esperaría (como de cualquier otro lugar) que, para defender un presupuesto, puedan justificarlo, sin evocaciones sentimentales, sin falsearlo y, lo que es más importante para este gobierno, con un pasado que no te condene; el pataleo se lo permitimos a los niños que todavía no saben leer. Si no hay autarquía, la autonomía se vuelve endeble. La última vez que denunciaron que la educación pública universitaria estaba en peligro, con todo a punto del colapso, fue cuando Macri había dicho “caer en la educación pública”, curiosamente fue el año 2018, durante el gobierno de Mauricio Macri, el año que las universidades públicas recibieron más financiación del Estado Nacional. Quizás en aquel momento también se dejaron llevar por un hashtag que inundó las redes sociales, pero eso no es lo que hace un profesional que se precie de tal mote; incluso es una herramienta fenomenal para que el gobierno actual la use para hacernos creer que las universidades públicas están en contra de todo aquel que no sea peronista, y de lejos de ve así y con un hashtag, como bien saben hacer los libertarios, te ponen de un plumazo a palos de gente en contra de la educación pública. Tampoco estuvo en peligro la universidad pública durante el 2022 cuando tuvo el mismo presupuesto el 2021, sin ajustes, sin aportes extras, ni tampoco se gastó en emitir un comunicado de al menos dos líneas respecto del flagelo educativo más grande de lo que va del siglo, de mantener durante dos años consecutivos las escuelas cerradas, sabiendo que esos alumnos que nada aprendido iban a golpear las puertas de las universidades luego, o peor, los millones de chicos pobres que desertaron nunca llegarían a sus puertas, a las que nos quieren convencer que transforma a los pobres en profesionales. Jugar políticamente siendo deshonesto con los datos sirve para implantar un tema de conversación, a sabiendas que la gente no contrasta el dato que tiran en un reel, pero cuando la cosa se pone peluda, todo dato cuenta, y ya lo dijo alguien que no necesitó ir a ninguna universidad para entenderlo, como Pity Alvarez “Sé que muchas veces dije que el lobo venía, pero esta vez, el lobo está acá”.      

 

Publicado por Juani Martignone

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