Donde hay una necesidad, nace un Mesías

El lunes pasado se subió a la plataforma Max, en Argentina, el último capítulo de “La Mesías”, la nueva serie de los Javis (Javier Calvo y Javier Ambrosetti) que es, a mi entender, de sus anteriores maravillosos trabajos como “Paquita Salas” y “Veneno”, el que mejor dirigido está. Las escenas tienen una construcción perfecta entre fotografía, guion y actuaciones (están desde Albert Plá y Lola Dueñas hasta Cecilia Roth y Rossy de Palma) combinadas con una de las grandes joyas de la serie: la música; que por momento cose escenas, a veces pasa de a capella al track y a veces al revés, una voz estridente remata la canción; y, sobre todo, que la música puede ser un clásico de los ’80, una típica canción española o una de iglesia; todas puestas para elevarte el espíritu. Como en sus anteriores series es difícil clasificarla en un único género o en una única idea, porque siempre tienden a complejizar más.

La historia que se cuenta en “La Mesías” es la de una mujer con una vida un tanto complicada y siempre borderline que se recluye en la religión católica al punto de radicalizarse y llegar al extremo de tal de encerrar a sus hijas que saltan a la fama con sus videos de música religiosa por Youtube, al estilo Flos Mariae, que dicen que de ese furor en redes se inspiró la pareja de creativos. Es una serie con la que se vive tensiones, se sueña con grandes esperanzas y se llora un montón también, pasando por escenas simbólicas, oníricas o hasta muy fuertes: el viaje de ayahuasca del personaje de Enric, es mucho más fuerte que algunas series que nos infantilizan poniéndonos advertencias previas. Así nos llevará por fanatismos religiosos, por lo genuino de la fe y por aquellos, que, aunque caigan en movimientos inverosímiles, sólo están buscando algo en qué creer, aun para explicarse sus propios dramas internos. En tiempos donde todos los productos audiovisuales se achatan mostrándonos como diversidad a un negro, un chino y un gordo, cual chiste rancio, ésta es una buena opción para ver algo de calidad que reconforta el pecho.

 

La impresionante Lola Dueñas en el papel de Monserrat, la Mesías.


El tema de los mesías o las figuras mesiánicas, probablemente esté en boga porque estamos viviendo épocas en las que cada vez más surge una nueva figura que acarrea, a veces estúpidamente, a miles de seguidores que los adoran como a un Dios. Y para esto tenemos dos opciones: enojarnos y tratar de idiota a la gente que sigue a sus mesías (políticos, religiosos, esotéricos) o tratar de entenderlos, de comprender qué mueve a alguien a buscar una figura en la cual poder creer y dedicarle lo único que pueden dedicarle, su fe, su esperanza y su devoción.

Hace varias semanas, en el único cine que encontré que el público respeta la experiencia colectiva de juntarse frente a una pantalla gigante para hacer algo distinto a odiar y entregarse a una pieza de arte, el cine Cacodelphia de microcentro, se montó un pequeño festival de cine argentino dirigido por mujeres. Voy a ese cine una vez por semana, siempre el mismo día, pero en la semana del festival, elegí ir cuando se proyectaba la película de Paula Hernández, “El viento que arrasa”, básicamente porque estaba basada en el libro homónimo de Selva Almada que me había fascinado, el primero de su trilogía de varones que es imperdible para sentir el litoral y la violencia machista en los ambientes exclusivos de los hombres. Aunque la directora cambió varios rasgos de la novela como lo árido por lo húmedo y el eje sobre el Tapioca, el ayudante o hijo del mecánico, por el foco en la hija del pastor, la película es una pieza de arte que no pierde nada de la esencia que nos transmitió Selva con el primer libro de su trilogía. La historia cuenta el derrotero de un pastor evangélico por las rutas argentinas del litoral junto a su hija adolescente, prometiéndoles la salvación a gente que entrega todo lo que tiene en eso que creen. El conflicto se sucederá cuando el auto del pastor se romperá y acude a un mecánico de ruta, escéptico, cuyo ayudante, que no sabe bien quién es o qué hace ahí, se siente tentado por la palabra de Dios con la que el pastor le endulza el oído.

Al final de la proyección, la directora, en persona, apareció en la sala y presentada por la organizadora del festival, contestó preguntas de nosotros: el público que acababa de ver su película. La historia de un líder mesiánico, que se vuelve déspota, que vende espejitos de colores y que juega con la pobre gente que entrega aquello poquito que tienen, motivó a la organizadora del evento a relacionarlo, sin decirlo, con el presidente actual y sus delirios mesiánicos. La directora respondió que esos líderes que se transforman en mesiánicos, crecen en lugares con muchas necesidades y que son ellos los únicos que están ahí para intentar subsanarla, aunque sea con una palabra o con una promesa de porvenir. Nadie más hizo preguntas.

El Estado que antes se decía “presente” y que hoy se lo critica por “omnipresente” fue dejando tantos huecos libres, pozos negros fuera de las urbes donde lloran los periodistas de Palermo sensible, que se vuelven terreno fértil para el crecimiento de figuras que expresan con profunda convicción propuestas grandilocuentes que ofrecen a quienes están en esas sombras, quienes no son vistos, al menos, un horizonte, una esperanza de algún tipo de futuro; ya sea un país mejor para sus hijos o un paraíso para cuando ya no estemos en esta vida. Promesas que pueden parecer alocadas, pero cuando ya no hay nada que perder y lo único que necesitan es algo en qué creer, se transforman en una ilusión boba que los mantiene caminando con la esperanza de que, por fin, algo mejor llegará. Tildarlos de ignorantes o de gente que se deja vender espejitos de colores, es un acto tan clasista como apático; de gente que se cree comprometida con realidad, pero siempre tiene puesta la mirada desde su posición cómoda y central, y no puede entender que haya gente que esté dispuesta a entregar todo, incluso a pegarse un tiro en el pie, porque la desesperación los lleva a confiar en la única persona que, por primera vez, en muchísimo tiempo puso el ojo sobre ellos, los escuchó y le brindó una respuesta, aunque para nosotros, los cultos y letrados, sea una respuesta inviable.

Para empezar a entender por qué alguien que viene con un puñado de respuestas tan espectaculares como inviables, pero que mucha gente les cree, primero debemos reconocer algo que, al menos a esa porción de la población que se considera del campo popular, le cuesta asumir: que existen un pueblo que lo pueden tener al lado o en su propio entorno, y no lo ven. Mientras el progresismo sensible discute si hay que llamar “elle” o no a una chica trans y cuán transfóbico es aquel que no se acopla al arte del buen samaritano que ellos mismos dictan, a su alrededor hay gente a la que le robaron el triple de veces que los años que acusa su documento, o madres a las que sus hijos fueron carcomidos por la droga, al punto de hacerle puré el cerebro y el futuro, y lo único que escuchan del campo, que se dice sensible a la realidad, son discursos de legalización y de “lo natural”; gente que vio durante la cuarentena cómo sus ahorros se diluían y sus ingresos futuros se hacían añicos mientras les decían que ser empático era encerrarse en su casa a mirar Netflix y tomarse un vino sin poner en peligro a los demás; gente que detrás de las acusaciones de socialistas o ultra derecha veía cómo la inflación hacía que la guita se transforme en arena que se escurre por los dedos. Después, tenemos aquellos más lejanos, que son los que cuenta la película “El viento que arrasa”, que viven en lugares recónditos, en condiciones que ni imaginamos y miramos con condescendencia como si esa fuera su idiosincrasia, a los que el Estado no les llega ni en sueños; nunca les llegó y saben que no les llegará ¿por qué, entonces, creer en él y no en un pastor que nos promete la vida eterna a pesar del sufrimiento en vida o un político que te promete ser Irlanda aunque ahora haya que ajustarse un poco más el cinturón? De nuevo, quién ya lo perdió todo, quién ya no tiene nada que perder, confiará en aquel que lo vea, que le hable, que entienda su situación.

Vivimos en un país que niega sistemáticamente la inseguridad porque siempre estamos mejor que Colombia o Brasil, es por eso que esa gente negada, no ve cómo una víctima de la inseguridad, depositará su fe en el capo narco que aunque les llene de droga el barrio, se los tiene bien, o en el mejor de los casos, le entregará su apoyo a quien le proponga la mano más dura que haya, porque se hartó de vivir de esa manera (sino vean por qué los israelíes apoyan la ofensiva de Netanyahu cansados de ver como sus vecinos les tiran misiles a diario durante años o violan y mutilan a sus mujeres). En un país que nunca tuvo una política seria y efectiva de rehabilitación de las drogas, cuando vemos cómo destroza cada vez más y de peores formas a gente cada vez más joven, es lógico que se vuelquen al pastor evangelista que le cambia la adicción al paco por la adicción a Jesús. A diferencia del Estado, el narco, el mano dura, el pastor, son eficientes en su propósito. Y eso se valora con fe.

Ejemplos hay ad eternum y en cada uno de esos huecos que el Estado librado al azar es posible que alguien tome el poder y se vuelva cada vez más poderoso hasta transformarse en una figura mesiánica. El problema es que es recién ahí cuando lo vemos, cuando nos indignamos porque un pueblo emborrachó de poder a un loco que se cree sus propias mentiras; cuando eso se cocinaba y se preparaba para ser lo que inevitablemente termina siendo, nosotros estuvimos jugando a creernos nuestras propias mentiras en la que el Estado solamente le soluciona la vida a la gente y que la universidad púbica saca a la gente de la pobreza.

Cuando las ineficiencias del Estado son cubiertas por otros agentes como el mercado, la religión, el jefe narco o el anarquismo, lo que no queremos ver (y esa es la mentira que nos gusta contarnos a nosotros mismos como un mantra) es que esos otros agentes son mucho más eficientes que un Estado que nos cuesta muchísima plata y que no nos atrevemos a discutir por el miedo de que los más acomodados perdamos algunos de los beneficios que llamamos “derechos adquiridos”. Esta venda que no nos permite ver el Estado que defendemos, tampoco nos permite ver todas esas bondades que esas figuras, que derivan en mesiánicas, les entregan a ese pueblo necesitado algo tan humano como la búsqueda de la fe, de algo en que creer.          

 

Publicado por Juani Martignone.

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