Medio oriente siempre estuvo cerca

Tik Tok es una red fenomenal; todo lo que allí sucede, en menos de un minuto, tiene fuerza de verdad, de autenticidad, de realidad que de otro modo no vemos; luego devendrá en reel para que la gente más grande pueda compartirlos en sus redes con el mismo concepto que lo hacen los adolescentes: como verdad revelada. Fue en Tik Tok donde una turista negra, norteamericana, llamada afroamericana por su lejanísimo origen con el África negra, acusó a la Argentina de ser un país que había realizado una limpieza étnica, porque en su viaje de placer, sólo había visto cuatro negros, incluyéndose a ella. Se lamentó de haber gastado tanto dinero en un país que odia a los negros (sic). Ese videíto de no más de treinta segundos disparó una serie de otros videítos que no superan el minuto, a cargo de tiktokers yanquis y españolas (mujeres todas), explicando cómo en Argentina se realizó una limpieza étnica. Afuera de esa pequeña explicación, pero efectiva para grandes y chicos que encuentran revelaciones en las redes sociales, quedó la historia argentina atravesada por las distintas corrientes migratorias que, a diferencia de países como Francia, logró incorporar a la nación: españoles, italianos, turcos, rusos, armenios, vascos, llegaron a un país por poblar, se les dio un idioma, una bandera, un himno, se los hizo argentinos, modificaron el habla inaugurando el lunfardo, diversificaron la comida haciendo de algo tan árabe como una empana, una de las comidas nacionales (con sus diferencias, incluso entre provincias). En los treinta segundos, tampoco entró que, a diferencia de países europeos o Estados Unidos, las comunidades se mezclaron, y se mezclaron mucho, hasta le pusimos una palabra que define este mestizaje: criollos. En este país los negros no se casan sólo con negros, ni los armenios sólo con armenios, ni los judíos solo con judíos; nos mezclamos y de ese origen queda poco. Somos el producto de un nuevo renacer de una patria que se hizo a mezcla de diversidad, que nos hace nietos de polacos y bisnietos de vascos, que volvió gauchos a los judíos y que, aunque ahora la palabra gaucho se la use para alguien que hace gauchadas, surge como el sustantivo con el cual llamaron a los hijos de los españoles con los nativos de pueblos originarios; sólo leyendo el Martín Fierro uno puede darse por enterado de tal cosa, pero no cabe en un Tik Tok. Otra discusión es cómo tratamos a nuestros pueblos originarios para quienes sí hubo plan sistemático de aniquilación, quizás el más sangriento fue el de Juan Manuel de Rosas, aunque en el imaginario colectivo siempre quede el de Julio Argentino Roca, pero eso no quita nuestra afición bien argentina a mezclarnos; lo dicen palabras como Ñandú, nombres que se mantienen como Ayelén o Nahuel o casi toda la flora litoraleña cuyos nombres son guaraníes, por citar algunos pocos ejemplos. Acercarse a las provincias argentinas nos trae sonidos, sabores y olores más matizados con nuestros pueblos originarios, distinto de lo pueda oírse u olerse en una discusión en un café de Palermo.

Es cierto que tenemos pocas raíces africanas, quizás porque cuando la mayor “corriente inmigratoria” del África hacia distintos países europeos y americanos se dio, con la venta de esclavos negros, nuestro país ya había abolido la esclavitud. Fue en la Asamblea del año 1813, muchísimo antes que Brasil y mucho más que Estados Unidos que hasta los años 60’s mantuvo políticas de segregación racial, haciendo un real apartheid, que lo demolió, recién en 1964, el 35° presidente John Fitzgerald Kennedy, en pleno siglo XX, ciento cincuenta años después que la Argentina. Desde el año 1813, dejó de ser negocio trasladar negros a tierras argentinas y quizás de ahí surge nuestra falta de “afroargentinos”.

Otro de los dramas de Tik Tok y la cultura de la información rápida en una población que no está educada para informarse a esa velocidad, es la entidad que se le da a gente de la que desconocemos sus competencias en los temas. Escuchar dos o tres videítos, cantando dos o tres verdades reveladas que suenan verosímiles, ya cubre al tiktoker o influencer del baño de especialización que estamos dispuestos a concederle. Así, bajo esta lógica nació Agustín Laje, pocos van a analizar los libros que escribió y cuán reales son sus pies de página, como tampoco vamos a analizar cuánto puede comprender un argumento de mediana complejidad Alejandro Bercovich cuando Reynado Sietecase discute con él sobre qué tiene de positivo la emisión descontrolada, sin sustento y subsidiando fuertemente a la clase media y media alta. El comentario de una turista yanqui en Buenos Aires, tiene el mismo valor académico que el del tachero que te explica en un viaje cómo arreglar la macroeconomía o el del vecino que está convencido que la delincuencia se la combate armando a la población, porque desde que él se compró un rifle, no le robaron más el kiosco. Una población, como la norteamericana, que cree que la capital de Argentina es Río de Janeiro, poco puede comprender cuales son las tramas que se acoplaron unas con otras, como capas sedimentarias, que formaron el país que es hoy. Para poder hablar de una realidad externa al lugar donde se vive y se conoce, es necesario, primero, poder ubicarlo en un mapa.

De ubicar en el mapa se trata cuando hablamos de Israel; ubicar en el mapa y ubicar en la historia universal. La competencia de los interlocutores, que la mayoría son estudiantes o graduados de las grandes casas de altos estudios norteamericanos (no pasa así con los europeos, básicamente porque sufrieron con el cuerpo y sus ciudades el antisemitismo), se pone en cuestión cuando esgrimen sus argumentos, que, primero, están cargados de antisemitismo y segundo, pareciera que desconocen y evitan indagar en una historia que es bastante más compleja y que no puede reducirse a una sola frase efectista como la de las tiktokers que acusaron a la Argentina de ser un país que había hecho una limpieza racial. Puede salir de la discusión, tanto de la Argentina como de Israel, algún dato certero que apunte en ese sentido, pero es necesario, si es que se quiere tratar con la seriedad que requiere el tema, que se analice en conjunto antes de acusar que una u otra sociedad está cometiendo un genocidio.

Repetir la palabra genocidio en los mil reels o tiktoks que saltan en apenas un ratito de scrolleo de redes, puede resultar efectivo y podemos llegar a creernos que es así por la misma acumulación del dato repetido, sobre el dato repetido y por el valor que le damos a algunos interlocutores que lo repiten: si lo dice tal y lo dice tal, ha de ser cierto. Nunca pasa a ser creído porque el dato que se revolea impunemente ha sido reflexionado por el receptor y lo contrastó con una realidad que supera sus límites territoriales e incluso culturales. La palabra genocidio fue creada luego de 1945 cuando se supo la magnitud de la matanza de judíos mediante la llamada “Solución final”, un hecho sin precedentes en la historia universal moderna que obligó a la humanidad a buscar un término que la defina, porque ni siquiera nuestro vocabulario estaba acostumbrado a semejante masacre. Está claro que antes hubo matanzas masivas de seres humanos, quizás más numerosas, pero se hacían en un contexto donde la vida y los derechos humanos no eran un valor social ni cultural. Más difícil es el caso de llamado genocidio armenio que reclaman el reconocimiento como genocidio por haber sucedido en la era moderna, la era de los derechos humanos, pero antes que el holocausto judío.

Se dice que la segunda guerra mundial fue la primera en ser exhaustivamente documentada, la de Vietnam fue la primera transmitida por corresponsales de guerra en el campo y más adelante la de los Balcanes, Irak y Afganistán, las primeras en transmitirse directamente en vivo por televisión. Estas nuevas guerras, encuentran a una televisión muerta, a una internet donde la fake news tiene el mismo valor que la noticia chequeada, pero la nueva guerra entre Israel y aquello que se dice Palestina, que es Gaza (y altamente financiado por Irán, dato no menor), es la guerra que se transmite por las redes sociales, por reels como los de las tiktokers yanquis que hablan de limpieza racial como si pasaran una receta de cocina. La batalla, sobre todo cultual, se da en redes sociales porque, a sabiendas y habiendo recontra estudiado el poder de la imagen, la red social milita con imágenes y gana. No existen textos ni excesivamente explicativos ni complejos, todo debe reducirse a una frase de panfleto, no hay largos debates filmados, y los algoritmos no permitirán que a mi teléfono lleguen discursos completamente distintos a los que ya vi o a lo que pienso, quieren retenerme, mimarme, no hacerme sentir que estoy equivocado; me unirán con los que piensan como yo. Las redes sociales son el último espacio para elaborar un pensamiento crítico, y, salvo por X (el viejo twitter) que prescinde de la imagen porque básicamente se espera que uno escriba algo, las demás redes sociales nos obligan a la fotografía como medio principal para decir aquello que queremos decir.

Alguien que ha estudiado mucho la fotografía y su uso, no sólo por haber sido pareja de una de las más formidables fotógrafas como Annie Leibovitz, sino que lo venía estudiando ya desde su más célebre ensayo “Contra la interpretación”, fue Susan Sontag, quien, además de cubrir por motu proprio la guerra de Sarajevo, hizo un estudio histórico y exhaustivo del uso de la imagen en las guerras, que publicó en forma de ensayo en su libro “Ante el dolor de los demás”. En casi doscientas páginas estudia al detalle cada una de las imágenes que conocemos de las guerras y nos insta a pensar en su veracidad o en el armado de las mismas para utilizarse como bandera, o para demostrar el horror, cuando se pierde, o el poderío cuando se va ganando. La imagen siempre es un recorte de una realidad que es mucho más extensa y más complicada de hilvanar en una conclusión sólida, aun cuando la misma sea una imagen espontánea y no aquellas armadas específicamente como las más conocidas de Vietnam o la de los cadáveres palestinos que se armaban en una escena perfectamente organizada para acusar al bando contrario, mucho antes de este conflicto; Sontag falleció en 2004.

La imagen, el combustible de nuestras historias y reels que publicamos en Instagram, nunca son un concepto acabado de lo que una guerra realmente es; y ese no sería un inconveniente, porque todos los usuarios somos falibles de caer en la indignación que nos genera el impacto de una imagen, el problema es que los medios de comunicación, ante la pérdida de lectores de noticias tradicionales, ni en papel ni en digital, vuelcan su información a través de redes sociales con la lógica de la inmediatez sesgada de las mismas redes, sin contar que hay medios que nacieron exclusivamente para “informar” a través de redes sociales (Corta, Filo News, El Canciller, por citar algunos). Esa imagen creada o apropiada para el uso político de uno de los bandos, es la que se utilizará para que el público masivo que vive más horas en redes sociales que en portales de noticias, se convenza de una realidad que no es fidedigna o, al menos, es un recorte que otro hizo y que quiere que veamos. Las imágenes de la Gaza destrozada y bombardeada nadie puede negar que son reales, no implica que sea todo Gaza, ni que allí murieron la cantidad de civiles que dicen que murieron. Podemos, ahí sí, recorrer las redes de cualquier influencer gazatí o usuario cualquiera y ver cómo es la vida que dicen que llevan, cómo son sus playas paradisiacas, sus hoteles de lujo, su vida fancy al estilo árabe. Esas imágenes remiten más a un país que podría haber sido los Emiratos Árabes, pero que eligió ser Beirut. ¿Qué imagen es más verdadera? Seguramente ambas tienen algo de verdad; ninguna nos sirve para informarnos de la realidad del conflicto. Varios bochornos informativos se dieron que no pudieron compensarse en un reel para redes sociales: la cantidad de muertos que informaba a diario la ONU superaba la cantidad de habitantes que vivían en Gaza, es imposible matar a treinta y cinco mil personas en un territorio donde viven treinta mil, eso disparó una serie de denuncias que terminaron en que la ONU ya no publica números de muertos en Gaza porque no puede confirmar la veracidad e incluso rectifique los número previamente dados a bastante menos de la mitad de los informados en un principio; una investigación determinó que la UNRWA (Organismo de obras y públicas y socorro de las Naciones Unidas para los refugiados de Palestina en el cercano oriente), quien se encarga de brindar los números del desastre de la guerra, estaba infiltrada por células de la agrupación terrorista Hamas; la transmisión en vivo de la cadena de noticias Al Jazeera capturó el momento exacto en el que un misil gazatí se estrellaba contra un hospital en la mismísima Gaza, luego los líderes de Hamas, dijeron que se trató de un error de cálculo; Human Right Watch (de las más prestigiosas organizaciones que estudia la vejación de los derechos humanos en el mundo y en la cual apareció nuestro país gracias a las políticas pandémicas de Gildo Insfrán) realizó un auditoría en la zona y determinó que los escombros no indicaban rastros de vida reciente, sino que parecían ruinas anteriores, ni que por el tamaño del impacto tampoco podrían haber muerto la cantidad de personas que el gobierno palestino de Hamas asegura.

 

Las fotos que habitualmente vemos de Gaza.


Sobre imágenes se trata el mundo líquido actual, sobre retratar la experiencia, más no vivirla; y la academia, aquella que se erigía como garante de los eventos estudiados desde todos los ángulos posibles, comienza copiar la lógica de análisis meramente representativo y simbólico que tienen las redes sociales. Sin imagen no hay verdad posible. Judith Butler, un emblema de la lucha feminista, una intelectual norteamericana que nos dio, con sus libros como “El género en disputa”, grandes giros de pensamientos hacia puntos oscuros jamás vistos. Es una figura asociada a los altos estudios que exigió pruebas físicas, psicológicas y de imágenes más contundentes para creer que Hamas utilizó la violación sistemática de mujeres como método y arma de ataque, aún más contundente que la de la chica israelí que pulula desesperada por las calles, con el terror en su cara y una mancha enorme de sangre en su entrepierna o aquella de la chica ya con el cuerpo inerte, desnuda de la cintura para abajo, también ensangrentada exhibida como trofeo, en la caja de una camioneta, por los terroristas palestinos. Pasó del “yo te creo hermana” sin más pruebas que el testimonio de la víctima a “necesito muchas pruebas para creer que fuiste violada” y convalidó así el uso de la violación, específicamente de mujeres israelíes, como método de una supuesta resistencia. El que resiste se defiende, o mata, no elige la violación por una cuestión estrictamente de género; recordemos que, en Gaza, una mujer vale menos que una cabra; cuestiones tan estudiadas por Judith Butler y en las que ahora ya no cree, quizás porque son mujeres israelíes o judías. El hecho de que Israel haya decidido no publicar imágenes debido a la sensibilidad y los familiares que aún esperan la devolución de los rehenes, no cuenta para la academia que supimos conseguir. Parece no alcanzar el testimonio del padre israelí al que lo videollamaron para mostrarle cómo calcinaban en un horno a su propio bebé, tenemos que verlo para creerlo. En eso nos hemos transformado, en seres que sólo ejercen empatía a través de una imagen posteable para redes sociales.

El ser judío es parte fundamental del ojo puesto en una región que pocos pueden ubicar en el mapa, que pocos conocen de los vecinos, de la cultura, de la historia que los empujó necesariamente a este conflicto. Ahora se pone el ojo estricto sobre las violaciones, ahora se pone el ojo estricto sobre los crímenes de guerra como no se le ponen a ninguna otra guerra. Ni organizaciones internacionales ni las universidades más progresistas norteamericanas pusieron tanto ahínco en el hundimiento del General Belgrano por parte de las fuerzas armadas británicas en la guerra de Malvinas, allí también se violaron las reglas que una guerra impone hundiendo un crucero fuera del área establecida; tampoco hubo tanto escándalo cuando Vladimir Putin arrasó con la población chechena en plena guerra para anexarlos a Rusia, ni por los crímenes de guerra que cometió ni por los derechos humanos violó en la masacre del colegio Belsán ni en el teatro Dubrovka; mucho menos se los ve hoy interesados a aquellos que comparten memes político constantes en redes, por todas las vejaciones y el juego sucio que el gobierno de Putin juega en Ucrania; y si queremos ir a otro conflicto en oriente medio que se está produciendo hoy y en el que ninguna ley, ni de guerra ni de respeto a los derechos humanos, se cumple, podríamos mencionar ampliamente el desastre que sucede en Siria con la cantidad de civiles, niños sobre todo, asesinados a diario por una disputa en la que también está metido Estados Unidos, pero al parecer no pega tanto en los estudiantes de Columbia para generar manifestaciones que emocionen a Myriam Bregman. ¿Por qué si muchos países cometen crímenes de guerra, a diario, nos pasan por delante como algo más del mundo de mierda en el que vivimos, pero ante la mínima sospecha de que el que los comete es un país como Israel saltan todos los intelectuales del llamado progresismo y todos los alumnos de las casas de altos estudios más prestigiosas del Estados Unidos al grito de genocidio y al punto de no querer que ingresen los estudiantes judíos a sus instalaciones? La respuesta está en el antisemitismo. Antisemitismo no es decir que no te gustan los judíos o discriminarlos, sino que medirlos con una vara más exigente es también una forma de despreciarlos. Afirmar axiomas que fueron muy bien instalados por Hitler y que se corroboran con dos o tres experiencias personales o dos o tres comentarios escuchados, como por ejemplo que los judíos son todos ricos, es tan discriminador, ignorante e irradiante de odio como decir que todos los varones homosexuales tienen SIDA; puede que sea la mayoría, puede que conozcas varios casos, pero adjudicárselo a toda una comunidad es deslegitimarlos, estigmatizarlos, estereotiparlos.

Permitir la libertad y la autodeterminación de los pueblos es una forma de incluirlos. ¿Qué nos hace creer que Israel no tiene derecho a erigirse como un Estado judío? el único Estado judío en el mundo lleno de Estados católicos y Estados musulmanes a los que sí les permitimos su existencia, aún con normas religiosas que cualquier persona que se diga progresista reprobaría. Qué nos hace creer que, tras el resultado nefasto de una de las dos grandes guerras mundiales, el Reino Unido, bajo el amparo y aprobación de todas las naciones que integran las Naciones Unidas, no podía ceder el territorio en partes iguales a judíos y a palestinos para que cada uno haga de ese territorio la democracia que quiera o la teocracia que quiera. A nadie se le ocurre discutir el territorio de Turquía en detrimento del armenio, ni el de Rusia en detrimento del checheno, ni el de Perú, Chile y Brasil en detrimento del boliviano; tampoco se les ocurre pensar quienes se quedaron con las otras partes del territorio que le correspondía a un Estado palestino, nadie le reclama a Egipto la parte de palestina que se quedó, ni a Jordania la parte que se quedó, ni a Cisjordania la parte que se quedó incluyendo la mitad de la ciudad sagrada de Jerusalén; el reclamo es siempre para Israel, que es en realidad un reclamo al pueblo judío. ¿Por qué no permitimos la ofensiva israelí contra el país que violó a sus mujeres, quemó a sus bebés, asesinó a sangre fría a sus abuelos, acribilló a cuanto joven bailó por la paz en una rave y mantiene secuestrados a decenas de civiles sin saber su paradero? Y sin embargo ninguna universidad admirada por Bregman cuestionó la ofensiva contra Afganistán tras la caída de las torres gemelas; en un caso es la reacción justa, en el otro es una reacción exagerada.

La autodeterminación y derecho a defensa también corre para el pueblo palestino en Gaza, por supuesto, con las consecuencias de sus actos. Si el pueblo gazatí eligió a un grupo terrorista ligado a Irán para que gobierne su teocracia como lo hace Hamas, están en todo su derecho, pero elegir que te gobierne una agrupación que menosprecia los derechos humanos es en cierto modo asumir que les importa menos los derechos humanos de los niños como sí les importa a Médicos sin Fronteras y sus cuestionadas declaraciones que le valieron pedidos de informes más serios que el comentario de una jefa. Pretender la autodeterminación del pueblo palestino es querer que ellos se gobiernen como quieran, votando terroristas, poniendo a los niños como escudos humanos en nombre de Alá, reduciendo a la nada la mujer. Querer una palestina laica y socialista, como pretende nuestra izquierda argentina, es quererles imponer una visión del mundo que no es la de ellos, es un acto digno de los países imperialistas a los que dicen oponerse. Pretender la autodeterminación del pueblo palestino es dejarlos que intenten conquistar “desde el río hasta el mar” intentando arrasar con un gigante militar como Israel con las consecuencias que pretendan poner en juego. Nadie reclama por los derechos humanos de los soldados norteamericanos masacrados en la caída del Saigón por los vietnamitas, porque fueron los mismos norteamericanos los decidieron meterse en ese berenjenal.

Desde hace tiempo intelectuales que no se alinean en el llamado progresismo actual y se desprenden de las prácticas de la cultura de la cancelación o las políticas de identidad, llamados de manera simplona, intelectuales de derecha, porque el progresismo que juzga y etiqueta a todo, pone afuera de lo que no son ellos como de derecha, a modo de insulto, vienen advirtiendo la guerra cultural del mundo islámico. Una guerra que es más grande que la libertad de profesar una de las religiones más importantes del mundo, sino la imposición de una forma de gobierno teocrática bajo los preceptos del Corán. Una guerra que compra clubes de fútbol, sedes de mundiales que hace mear encima a feministas y le pone sus vestimentas las estrellas ganadoras de la copa mundial, pero también son los principales financistas del grupo terrorista Hamas, como lo es Qatar. Indigna, y es lógico, que a metros de países donde la homosexualidad es considerada una aberración que merece la horca pública, estén haciendo una marcha del orgullo gay, como sucede en Tel Aviv; indignan los derechos de la mujeres en la cuarta ola del feminismo, mientras sus libros sagrados y sus formas de gobierno exigen que les extirpen el clítoris y que las mantengan lo más tapadas posibles, fuera de la vista libidinosa de otros hombres, porque son los hombre los dueños de los cuerpos de esas mujeres; indigna la cultura occidental que cada vez pregona más en los jóvenes con acceso a internet, como pasa en Corea del sur o China, sienten que pierden la batalla, que se alejan de su Dios.

La guerra entre Israel y Gaza es una guerra cultural, una guerra entre la cultura occidental contra la cultura oriental. Tener en el medio de un oriente islámico y teocrático un país libre como Israel, con costumbres occidentales, en el que gobierna una democracia en la que pueden llegar a los más altos rangos políticos y gubernamentales, judíos, árabes, católicos, mujeres, negros, progresistas de izquierda, como sucedió habitualmente en los gobiernos de Israel, o representantes de la ultraderecha, como le llaman ahora a quien no comulga con el progresismo opresor actual, como en lo que derivó Benjamín Netanyahu tras el hartazgo de un pueblo israelí que no soporta que no se resuelva un conflicto que lleva décadas y que los tiene aguantando el bombardeo constante de sus propios vecinos que acusan no tener para comer, pero sí les alcanza para los misiles. ¿Democracia como la de Israel con todos sus defectos como la argentina o teocracia religiosa como la de Gaza? ¿derechos civiles diseñados por un parlamento conformado por representantes que el pueblo elige como en Israel o sólo los derechos que otorgan los libros sagrados que dicen cómo se debe vivir? Apoyar la resistencia palestina es apoyar que en el mundo exista un Estado más grande en el no gobierne su propio pueblo, que no exista la democracia, en un mundo en el que el 80% de los países no son gobernados por sus propios pueblos por la vía democrática. ¿Queremos más territorios donde se maltrate a mujeres y homosexuales y la justicia sea sólo la divina? ¿queremos resistir ante los Estados democráticos? Respuestas que sólo se consiguen en Harvard.      

 

Publicado por Juani Martignone.

Todo el contenido, como las responsabilidades derivadas es propiedad de quien firma.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El alrededor florece; mi cuerpo perece

Ayer un viaje, hoy una marcha, mañana una elección

La devaluación democrática