Refundar el Cabaret Voltaire

En su libro de ensayos “El ruido de una época”, la escritora Ariana Harwicz, decreta que el arte que no ofende es un arte infame; habla del escándalo como parte de la ecuación de un hecho artístico, tanto en la literatura, como en el cine, la música, las artes plásticas. En todos sus argumentos ronda la idea del arte como una vanguardia: ese hecho que irrumpe en la norma establecida para shockearnos y hacernos repensar todo nuevamente. Esas escenas de las que podríamos discutir su calidad artística o cuánto han aportado a una nueva cultura, pero que, en su momento, dinamitaron el statu quo y obligaron a mirar el mundo desde otro ángulo.

Si hablamos de vanguardia en el arte, lo primero que se me ocurre es pensar en el mingitorio de Marcel Duchamp. Cansado, aquel artista plástico, de que todo aquel que exponía en un museo se considerara artista consagrado, aun repitiendo cánones de época donde todo se tornaba vulgarmente parecido, un día llevó el mismo mingitorio que se compra en cualquier casa de sanitarios, lo colocó acostado en el pie de un museo y nos dijo “todo lo que está en un museo es arte”. Nadie esperaba ver un mingitorio en el pie de un museo, ni nadie esperaba que un artista plástico coloque un objeto de uso diario en otra posición y se lo apropie como una obra de su autoría. El debate sobre lo que hizo Duchamp en aquel museo puede estar cerrado o no, pero lo que es cierto es que hasta el día de hoy podemos plantearnos, en parte gracias a ese mingitorio, qué es y qué no es arte; si todo lo que está en un museo es arte, si todo aquel que publica un libro es escritor, si cualquiera que canta en un escenario es un músico, un artista.

La vanguardia, aquello explosivo que irrumpe en nuestra forma de inteligir el mundo, no sólo se discute a sí misma, sino que también discute la época, el contexto; por eso es vanguardia. Icónico fue el happening “Shoot” del artista plástico Chris Burden dónde, en el medio de su muestra, un amigo entra a la galería y le dispara en el brazo. La vulnerabilidad inesperada de un espacio de arte, el contacto directo con el disparo y la eventual muerte, eran los temas de los Burden nos quería advertir con su puesta en escena, en plena guerra de Vietnam, nada menos. Y si de cuestionamiento epocal se trata, podríamos decir que parte de esa cultura que luego clamó “reduce, recicle, reuse”, tuvo algún tipo de inicio en la instalación ganadora del premio Turner “Shedboatshed” (cobertizo, bote, cobertizo) de Simon Staring, una de mis favoritas, que se encuentra hoy en Tate Museum de Londres. Staring se encuentra con cobertizo a la vera del río Rin, lo transforma en un bote, navega en el río, lo recorre, y cuando llega a su destino, ese bote lo vuelve a transformar en el cobertizo original. De nuevo, el significado, el aporte o la calidad de la obra queda en segundo plano cuando apareció “Shedboatshed” en 2005, porque lo que impactó fue la novedad y todo el abanico de puntas que nos dio y nos sigue dando que hablar.

Nuestro país tampoco estuvo exento de vanguardias que nos golpearon para desacomodar y reordenar los pensamientos. Automáticamente se nos viene el nombre de Marta Minujín, su Partenón de libros prohibidos por la dictadura, la quema pública de toda su obra pictórica o, la que a mí más me gusta, “La menesunda”, que tras subir una empinada escalera angosta nos obligaba a toparnos con una pareja en una cama leyendo el diario, hablando banalidades. También podríamos pensar en el inenarrable Federico Klemm, que a fines de los 90’s, principios de los 2000, nos mostraba eso que hoy llamamos arte mostra en su “Banquete telemático” y que revolucionó su galería en una cena por su cumpleaños cuando soltó a dos tigres en medio de la comida que obligaron a la mismísima Amalita Fortabat a subirse a una mesa aterrada del susto. Impacto, shock, que algo suceda de repente en un lugar donde no puede suceder, como el happening posporno en el que una mujer introdujo un micrófono encendido en la vagina de otra que estaba acostada en un banco de la facultad de ciencias social de la UBA, en pleno patio central; o como el momento en el que, sin aviso alguno, en medio de una entrevista mano a mano, el brillante artista uruguayo, Fernando Peña, sacó una pistola y le apuntó a Mirtha Legrand que impertérrita ante la situación, comprendió enseguida que se trataba de una puesta en escena, de arte vanguardista; no así lo pudieron comprender Nicolás Repetto y una jovencísima Luisana Lopilato cuando, también Fernando Peña, al caerse y romperse un copa de vidrio, propuso cortarse las venas en vivo para hacer subir el rating, sólo Maria Laura Santillán, que también estaba ahí, comprendió que eso era arte.

Pero no todo acto vanguardista debe shockeante, escandaloso y con un grado de espectacularidad infartante, a veces la vanguardia llega del hastío, de un hecho que, en teoría, nada tiene para decirnos, pero en su composición de vuelve extraordinario. En el año 2002, en el ciclo de música contemporánea organizado por Martín Bauer en el teatro San Martín, se tocó el cuarteto para cuerdas N°2 de Morton Feldman durante seis horas seguidas, haciendo de la experiencia, tanto para los espectadores como para los músicos, que, tras pasar el límite de lo tolerable, una especie de trance entre las notas repetidas que nunca volvían a sonar igual. Vanguardia sensorial. 

La vanguardia, aunque no es un acto cosmopolita, sí es un acto elitista, porque el arte es elitista. El consumo y la comprensión del arte no se da de forma democrática, sino que se da servido para una elite: hay que saber escuchar, observar, admirar, dejarse llevar por los sentidos. Entendiendo que una elite no es un grupo selecto y clasista; una elite es un grupo determinado al que sólo llegan algunos. Por ejemplo: para entender la cumbia villera, es necesario poder hablar el lenguaje de la villa, y ese trabajo sólo puede hacerlo un grupo determinado al que no entra cualquiera, o sea, son una elite. Ahora bien, ¿cómo hacer un arte elitista en medio de un paradigma en el que lo democrático se entiende como igualitario? ¿es posible hacer un arte vanguardista cuando la tendencia es igualar, enrasar para que todos podamos entender?

La cultura de cancelación y las políticas identitarias son dos de las grandes culpables de este aplanamiento del arte que tiene la obligación de ser entendido por todos. Evitar la ofensa, el objetivo principal de la cultura de la cancelación, en palabra de Harwicz, que suscribo, hacen de nuestro arte algo infame. La metodología del escrache mutada en cancelación en su forma virtual, tiene como pretensión acallar a aquel que ofende a cierto colectivo, ponerle un bozal. Y las políticas identitarias agregan un corset a todo aquel que pretende ejercer una forma de arte que no proviene de sus orígenes. Es así que un judío sólo podrá escribir del Holocausto y un puto sólo sobre ser puto en un mundo heteronormado. La ofensa se evitará al punto de etiquetar cuanta cosa se tope en la vida para advertirnos que algo que está por venir puede ofender, y de repente, nos pasa que antes de ver el capítulo cuatro de “Baby reno” nos advierten que estaremos ante algo terrible que cuando sucede no golpeó tanto como debería, porque lo estábamos esperando. Y así, esta cultura no crea elites capaces de dejarse abrumar por la vanguardia del arte para repensarlo todo de nuevo, sino que está esperando, más bien exigiendo, que todo aquello a lo que se va a enfrentar sea lo más predecible posible; que otros, una verdadera elite clasista, digieran antes por nosotros y nos cuiden, a nosotros, a nuestros hijos, a nuestros viejos. ¿Es posible pensar ideas vanguardistas en este contexto?

Lollapalooza en Argentina, que es la única versión que conozco, es un festival que no puede escindirse de la lógica que nos plantean las redes sociales. Es imagen, es instantaneidad, es pertenencia, es estímulo sin experiencia. De mi florida experiencia en festivales de música siempre me surge la necesidad de saber qué pasa por la cabeza de un músico que se sube a un escenario a tocar mientras la gente va y viene como si eso que está haciendo fuera una mera música de fondo o parte de la escenografía del lugar. Así es hoy el consumo del arte, cortado, ansioso, como en un festival donde importa más encontrarse con pares, tomar, comer, retratarse para existir y tocar uno o dos escenarios, con una o dos canciones. El año pasado, cerca de fin de año, en un recital de Kevin Johansen, en el patio del centro cultural Konex, en el que me sentía mal de haber llegado quince minutos tarde, observé como detrás mío, a la media hora, o la hora de haber empezado el show, seguía cayendo gente que entraba, escuchaba un par de temas, hacía la historia para Instagram y se iba; otros con sus niños, yendo y viniendo del bar al patio, del patio al baño, del baño a la zona de shopping. El artista, subido a un escenario intentaba dar lo mejor de sí frente a un público abyecto al que lo único que le interesaba era ser parte de un evento que siquiera tocaron de oído. Pertenecer, instantaneidad, imagen, estímulo sin experiencia. En ese tipo de público creo que habrán pensado Catriel y Paco Amoroso cuando se subieron al escenario del Lollapalooza Argentina 2024 y no tocaron ni de cerca un micrófono; pusieron por los altoparlantes su último disco, que no es tan bueno, y los dos se metieron en un jacuzzi mientras sonaba ajenos al público ajeno que simulaba compromiso con su arte. Un acto inesperado para un festival de música, que nos hace pensar nuestra forma de consumo del arte shopping.

Podríamos decir que el cine de Mariano Cohn y Gastón Duprat, también algunas de sus series, se erigen como una vanguardia en la escena cultural de la cinematografía argentina infestada de un discurso progresista, peronista, buenista, popular, siempre graficado con trazos gruesos. Burlarse del progresismo, reírse a viva voz de la liturgia peronista, como lo hacen Cohn y Duprat, requiere de la osadía de estar dispuesto a atravesar el camino del reconocimiento sin el entendimiento, o bien, el desprecio de una crítica que no está esperando tu producto; osadía de la que debe gozar toda figura vanguardista.

Más allá de gestos o de un arte cinematográfico qua haya podido producir una de las últimas generaciones formadas en la búsqueda de un pensamiento crítico, donde la discordia era un valor y que, además, comprende aquello que lee, la juventud actual no es la gran usina de las vanguardias en el arte, como lo habían sido en otros tiempos. El trap, más allá de la masividad y lo extraordinario de la escena inserta en una sociedad como la argentina, no es más que un producto que hacen todos los hijos de 50 cent y Eminem, acá y en el mundo también; con una ética buenista, de comunidad solidaria con sus pares y sus ancestros que no dispara ningún tipo de discusión y se esfuerza por alisar todo tipo de fisuras para que ningún pendenciero pueda hurgar en las miserias y plantear si aquello que hacen tiene algún sentido. Nadie se mete con la gente buena, con los que no le hacen daño a nadie.

Wos, es un músico sin fisuras, que llegó a una estabilidad artística, con lo bueno y lo malo que eso significa; es el heredero criollo, que nació de las cenizas tibias que habían dejado Los Redondos y Los Piojos, pero que tampoco tuvo el coraje de enfrentar, con su arte, a la escena actual, ni a sus antepasados, ni a la política que manoseó su música con fines proselitistas y él se mantuvo inerte, como un arte pasivo de quien ya no se puede defender, sin emitir un apoyo furibundo, como en su momento pudo hacer La mancha de Rolando, ni sin intentar despegar su arte de lo más bajo de la política, como que te usen, del mismo modo que lo hizo Ataque 77 cuando Cristina Kirchner usó la canción “Dónde las águilas se atreven” para un acto proselitista, o más cercano en el tiempo, cuando La Renga puso el grito en el cielo al ver que Javier Milei usaba “Panic show” como una canción que representaba su ideología libertaria. Vivimos entre una nueva camada jóvenes artistas que arte no supera la canción, o el video o la elocuencia que pueden tener en una charla distendida entre pares en un canal de streaming. Dejaron de ser los agentes de discordia social, los generadores de una vanguardia que incomoda y no se entiende. Ningún padre podría enojarse si su hijo escucha a Wos, por el contrario.

En todo el mar de una escena que empieza a oler a saturación, sólo uno se desmarca de esta nueva tradición y se mofa de ella con conciencia, por el efecto de estorbar, de ser esa vanguardia que, a veces, con un pensamiento rápido, creemos que ya no existe. Dillom, el pibe que para presentar su primer disco apareció en un escenario adentro de un féretro y desde ahí no hizo más que raspar en todas las llagas canceladas por la generación que lo acoge, como Cohn y Duprat tiene en su objetivo al progresismo argentino, a esa copia burda de la izquierda acomodada norteamericana, y dispara contra todo lo que, mediante cancelaciones, se prohíbe decir: ponerse al borde de la censura, de la psicopatía, ser soez, relacionar el dinero con lo sexual, con el proxenetismo, fajar a la novia, decir “mogólico”, tener siempre un chiste homofóbico en punta al estilo Jorge Corona. Ridiculiza todas las creencias new age como Feng Shui, el reiki o la astrología, desnudando la estupidez y la banalidad de las clases acomodadas que nos venden la empatía con el otro; se muestra horripilante y sin deconstruir para desafiarlos a que lo acepten; se rebela ante la efectividad de sacar un single cada tanto y nos ofrece un disco que tiene una historia que se entiende cuando uno lo recorre de principio a fin; se sube a los ancestros, pero no para rendirles pleitesía, sino para tomar de ellos el golpe de efecto que supieron dar, y antes de hacer una feat con alguno de los héroes vivos del rock nacional, toma una vieja disrupción para disrumpir ahora que la tolerancia a lo políticamente incorrecto es más baja y reversiona la canción de Las manos de Filippi “Sr. Cobranza” respetando el espíritu, respetando la brutalidad de una situación que la juventud no aguanta, una juventud que no vive en Palermo ni escucha las radios sensibles, sino una que vive en las márgenes, que se le quemó el bocho cuando la progresía decía “quedate en casa, tené empatía” y no tiene tapujos en gritar “A Caputo en la plaza lo tienen que colgar” sin importar las consecuencias, porque como la mayoría de los jóvenes, ya está roto.

 



La vanguardia, hoy, está en lo políticamente incorrecto, en eso que no se puede decir porque el público exige otra cosa. La vanguardia está también cuando se quiere enchastrar la cara de una sociedad que se dice comprometida y sólo habla de conceptos y banderitas, con una realidad que no ven o no quieren ver porque les queman las bibliotecas. Dillom es un rubio de ojos claros, porteño, que creció en un barrio de clase media en la ciudad más rica del país, en el marco de una familia tradicional, al que la decadencia constante de un país que no para de caer, lo obligo a tocar la miseria, la pobreza, las drogas entrando en su casa sin control, la iglesia evangélica como el único rellano de salvación. A la vez, pudo salirse de la identidad preseteada que le tocó para jugar a ser un personaje que es oscuro, cuando en realidad no lo es. En la última nota que le dio a la revista Rolling Stone, habla de que para su último disco decidió crear un personaje espantoso, asumiendo el riesgo que la gente crea que así es él, cosa que le sucedió a la mismísima Ariana Harwicz, citada al principio de este texto, cuando la acusaron de pedófila por haber escrito “Degenerado” que cuenta la historia de un pedófilo y asesino, desde la perspectiva del pedófilo. La chatura plena de las políticas de identidad que mañana van a convencerse que Anthony Hopkins realmente es un caníbal.

Discutiendo (o más bien admirando) con un amigo, el último disco que sacó Dillom, “Por cesárea”, me marcó, como suelen hacer los amigos que son muy diferentes a uno y complementan aquellos pensamientos que uno viene bruñendo hace tiempo, que el Dillom de hoy es el Pity de ayer, por su historia, por la realidad que refleja, por la brutalidad que se siente hasta en el rasgado de sus voces; y hasta me dio a escuchar y comparar “Te la vamos a dar” con “Buenos tiempos” para ver, una vez más, cómo los dos artistas, de dos tiempos distintos, de algún modo, dialogan. Sus comentarios resonaron en mi como una revelación, como cuando las vanguardias irrumpen en tu esquema mental, y me tomé unos días para masticar. Mi conclusión: aunque la observación es muy acertada, Dillom apuesta más, porque tiene más que perder. En la época que Pity Álvarez era prime, se circunscribía dentro de una música que, a pesar de destacarse de las demás, tenía permitido decir cualquier cosa; en esa época no nos asombraba que el rock diga cualquier cosa. Decir hoy durante toda una canción que una mujer es una pelotuda corre un riesgo mayor frente a un progresismo, con alma policiaca, que lejos de buscar escandalizarse con nuevas vanguardias, pone lupa a todo lo que tiene alrededor para encontrar el micromachismo, para censurarla, o como su eufemismo, cancelarla.                

Después de la sobredosis de arte comprometido, del rock que tenía que dejar un mensaje, de artistas que se dejaban mostrar sensibles a los flagelos de una sociedad que no ven, pero es la que les vende Europa y Estados Unidos, vino la etapa del no pensar, del chingui chingui, del dinero por el dinero, del sexo por el sexo; la abyección pura y dura frente a un público harto de que todo lo tenga que hacer pensar. Ahora quizás, esta nueva vanguardia, a veces un poco solitaria, nos están queriendo contar una realidad que no ven los que hasta ayer la veían, que no se puede resumir en “Milei basura vos sos la dictadura”. Y nos lo dicen insultándonos. Ahí está el arte.  

 

Publicado por Juani Martignone.

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