Cuentos de hadas para adultos
Contrariando todas mis leyes para ver una serie, entre las que no me permito maratonear, sino mirar de un capítulo para deglutir y digerir el hecho artístico lejos de atarme a los designios de la ansiedad de querer saber cómo termina una historia, para entregarme al disfrute del transcurso, de cómo se cuenta, y se cuenta bien, en el caso de “Cris Miró (ella)”, no pude evitar terminarla en dos días movido, más bien, por un impulso de indignación más que por el gozo que me generaba. Este intento pretencioso de emular la maravillosa serie Veneno, se queda en el camino justamente por abandonar la autenticidad de una historia real y el hecho de no contarla como se quiere sino para parecerse a otra historia similar (con muchas comillas, porque lo único que une a Cris Miró con Cristina Veneno es su condición de travesti, luego fueron dos personajes antagónicos en su carrera y en su forma de ser).
Primero que nada, es dificilísimo mantener a un espectador
frente a veinte minutos de capitulo cuando la protagonista de la historia actúa
tan mal y no encontramos en su performance nada para rescatar del fuego más que
su apariencia física, el rasgo menos importante en una historia, porque la idea
de una ficción nunca es fijar una imagen en el espectador sino proyectarla.
Poco importa el aspecto idéntico de la actriz a la persona, no es necesario
subestimar la imaginación de quien la mira. Lo que importa es la historia, su
desarrollo, cómo se interpreta. Por otro lado, y entiendo que este punto es
polémico en los tiempos que corren donde la ley son las políticas identitarias,
dónde “lo personal es político”, pero yo soy de los que creo que no hace falta
que pongan a interpretar el papel de una travesti a una chica trans o travesti
o no binaria. Soy de los que prefiere que pongan a alguien que actúe bien,
puede ser trans, travesti, hombre o mujer. El trabajo de un actor consiste en
ponerse en la piel de otro, de alguien distinto, de alguien que no es él,
incluso hasta en su género. El papel que interpreto Brays Efe de Paquita Salas
fue formidable, fue mejor que si lo hubiese hecho una señora, del mismo modo
que Gasalla haciendo de Mama Cora; no hay necesidad de buscar a una vieja que
haga de vieja o una señora gorda con cara de fracasada, si existe un actor
bueno que lo interprete, será memorable igual y cuando los veamos no pensaremos
en su pito o su condición sexual; cuando vemos a Mama Cora, vemos a una vieja
senil y cuando vemos a Paquita Salas, vemos a una gorda fracasada. Lo mismo
ocurre cuando Cate Blanchet interpretó a Bob Dylan: nadie pensó en su vulva, vimos
a un rockero raquítico con cara andrógina; la imagen que proyectaba Bob Dylan.
Es cierto, que en Veneno los Javis armaron un elenco
completo de mujeres trans para interpretar a mujeres a mujeres trans o
travestis, la diferencia es que buscaron mujeres trans que sabían actuar,
interpretar un papel sin quedar acartonadas o fingidas; lo mínimo que uno
espera de un actor que pretende consagrarse con un papel, como aspira Mia
Serrano. Entiendo la complejidad de una española al intentar adoptar el acento
argentino, los modismos o las frases de una época que ya pasó; todas cosas que
no le pasan a Cecilia Roth cuando actúa para Almodóvar, o a Vincent Cassel
cuando actúa de yanqui en películas de Hollywood. Es que quizás ser actor no es
solamente tener una condición de género o una nacionaledad, sino también tener
talento y mucho trabajo en encontrar el personaje que se quiere interpretar.
Por otra parte, tampoco es necesario encontrar a una chica trans que, además de
ser físicamente parecida a la persona real, no tenga hecha la operación de busto
para mostrar, en cuanta escena se pudo, el torso desnudo sin operaciones. La
dicotomía (uso esta palabra porque es ese el sentido que pretende mostrar la
serie, tal como el folleto de Cris Miró de los ’90 para su debut en la Revista
portea) entre una cara femenina y un torso masculino, es un morbo que,
particularmente, no me interesa, valoro más todo lo que ello puede generar, que
ver una imagen dicotómica. Y si esa fuera la intensión, el golpe de efecto para
sentir la dualidad, es una decisión, pero bien podía haberse hecho de forma
digital, como ha sucedido en tanta historia del cine y la televisión, basta que
Gaspar Noé nos cuente cómo fue que hace veintidós años hizo la escena más
fuerte de una violación que pudo verse en el cine sin que la bellísima Mónica
Bellucci haya tenido siquiera contacto visual con un miembro masculino; todo lo
escabroso de la escena fue digital.
Cuando estamos frente a una ficción, previamente el
director o el ejecutor de la misma, nos propone un pacto de lectura (lectura
visual también es lectura) que debemos acordar de movida para poder seguir
viendo aquello que estamos por ver. Si J.K. Rowling quiere contarnos una
historia sobre magia y hechicería, no nos sorprendería que en el medio alguien
diga “Wingarduim leviosa” y una pluma comience a levitar; ya habíamos acordado
que el pacto sería ver imágenes mágicas. Si el pacto que nos proponen es contar
una historia real que se basa en la Argentina de los años ’90, lo que uno como
espectador está esperando es que se represente esa Argentina que se quiere
contar, con sus características y también con su lenguaje. El guion se vuelve
una pieza fundamentar para recrear los climas buscados. Usar frases actuales,
sloganes de marchas feministas, máximas que fueron creadas casi veinte años
después, crean en el espectador una mezcolanza argumental que en parte
traiciona a la época, porque no la cuenta tal cual es, sino que la cuenta en el
idioma actual, y, por otro lado, mastica y baja línea sobre cuál es el argumento
en el cual el espectador debe pensar el tema contado; lo acota, le quita la
libertad de analizar el producto por cuenta propia. Recrear con la mayor
autenticidad la década de los ’90 sin juicios de valor explícitos que viajan en
frases hechas que se escuchan en las marchas que empezaron en el 2015, nos
obliga, a quienes miramos la serie, a pensar cómo fueron aquellos años bajo el
sesgo actual, con revisionismos históricos dónde todo tiempo pasado está lleno
de culpables que se juzgan por una moral futura, la actual.
Entiendo también, que en un país en el que no se producen
ficciones lo mas importante sea hacer un producto rentable y entiendo que, como
bien pasó en Gran Hermano, se apunte al impacto, al golpe de efecto, a reducir
las ficciones a historias simples que sean entendibles por cualquier persona,
que no requieran sutilezas ni trabajo intelectual de un espectador que llega
cansado a su casa luego de paliar la situación cada vez más complicada del
país. En estas circunstancias, los productores de ficciones entienden que el
público no requiere pensar sino desconectarse, entonces es más fácil reducir
las historias a contar cuentos con héroes y villanos, con hipérboles que se
alejan de la naturaleza más compleja del ser humano, y tienden a alejarse de la
realidad. De nuevo, no es que sea un fanático de la veracidad de los hechos, no
me interesa ver un documental en una ficción, pero creo que en el caso de Cris
Miró si se contaban los hechos como fueron en la realidad, hubiese ayudado a
pensar un poco mejor cómo fue la época y cómo podemos pensar a futuro la
situación de la gente trans en nuestro país, en función de nuestra historia,
sobre todo, para quitarnos de encima varios prejuicios que en la serie están
muy marcados. No es cierto que Cris Miró estuviera enredada en temas de drogas,
que sus padres no la hubiesen aceptado, que en los medios se hablaba de que
tenía SIDA, que la vedette Cecilia Narova (Griselda en la serie) fuera una
mujer ordinaria que la odiaba y le decía “puto” cual villana, que Juanito
Belmonte (Marito del Monte en la serie) fuera un representante comprensivo y
sentimental cuando la situación lo requiriese. Creo que hubiese sido mucho más
interesante ver qué le pasa y como también sufre una travesti en los años ’90
que fue aceptada por su familia e insertada en la sociedad y no la pantomima de
pasar del odio al amor de una madre implacable con tan solo desenterrar una
muñeca como lo muestra la serie. Ver, que aún sin ser una persona que camina
por los márgenes de las drogas y la promiscuidad, también se puede caer en el
SIDA. Entender que los representantes no siempre cuidan a sus representados y a
veces son extremadamente estrictos sin hacer una mínima reflexión sobre ello, o
que no todas las vedettes son minones grotescos que lo único que quieren es
escándalo. Del mismo modo que tampoco lo fue Cris Miró, por eso mostrarla con
conflictos violentos con la prensa, no solo no reflejan quien fue Cris, una
mujer extremadamente tranquila y elevada para la época en la que vivía, sino
que también alimentan el estereotipo de la travesti falopera, conventillera,
que todo el mundo la rechaza hasta su propia madre.
Seguramente el tema del travestismo y la gente trans o no
binaria sea más sencillo pensarlo en los extremos como lo hace la serie “Cris
Miró (ella)”, plagarlo de frases hechas y motivacionales y tragándonos
actuaciones de plomo, pero respetan el cupo que indica el “buen pesar”. El
problema de pensar la vida como si el mundo se dividiera entre inocentes
caperucitas rojas y malísimos lobos, es que alguien que no encaje en ese canon
y tenga algo de héroe y algo de villano y algo de contradicción conviviendo en
el mismo cuerpo, no encajará en el mundo que nos enseñaron a pensar: un mundo
de extremos; un mundo con poca diversidad.
Publicado por Juani Martignone.
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