Garganta poderosa

Los carteles en la ciudad anuncian una nueva e innecesaria temporada de “El encargado”, la serie que protagoniza Guillermo Francella y dirige la maravillosa dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat. Estas tres líneas que acabo de escribir, simples que nada suman ni conflictúan debate alguno, no pueden ser pronunciadas o escritas en el conglomerado de medios que maneja el sindicalista Victor Santa María: el Grupo Octubre, que contempla desde diarios como Página 12, el canal 9, IP Noticias o radios como AM750 o Aspen. La lógica del comandante en jefe de los encargados de edificio y dueño de un monopolio de medios, es la de callar una realidad para desaparecerla: “si no lo digo, no existe”; una lógica de moda en los años ’60 y ’70. Es sabido que los acólitos del kirchnerismo tienen una tara con aquellos días que pasaron hace casi sesenta años, pero, como he repetido varias veces en este espacio, la batalla cultural fue ganada por la lógica del matrimonio y al día de hoy seguimos teniendo convencida a la sociedad que, si algo se dice en un medio, la gente sale a hacerlo en masa; del mismo modo, y en sentido contrario, si no lo dice.

El debate parecía saldado. Los estudios sobre medios han demostrado que los discursos que se pronuncian tienen una implicancia relativa en el accionar público. No siempre influyen sobre la gente y no siempre con contundencia. En líneas generales, podemos decir que para que un discurso influya directamente sobre el comportamiento de una sociedad, es necesario que también se sucedan ciertos hechos, fuera de la palabra, que les den asidero a dichos discursos. Decir “se robaron todo” podría haber quedado en una simple anécdota si después no hubiéramos visto a Julio López revolear bolsos de guita en un convento o se haya estrolado un tren pauperizado matando a más de cincuenta personas, mientras el funcionario que debía bregar por ellos vivía atestado de lujos de millonario.

Es cierto, también, que esta idea de que aquello que se dice provoca cambios sociales por el sólo pronunciamiento, no es in invento criollo, sino que es, más bien, es un marco teórico que el kirchnerismo tomó de la izquierda puritana norteamericana o el nuevo progresismo europeo. Podríamos pensar si Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, grandes admiradores del período K, influyeron a nivel socio cultural implantando debates de primer mundo, algo así como la bajada de la revista Barcelona: “una solución europea para problemas argentinos”.

Tanto Europa como Estados Unidos, invadidas por un racismo criminal y creciente, encontraron en la lingüística un motivo válido de horadación lenta y constante, que explicaba el flagelo que vivían y les permitía redireccionar y lavar las culpas de ser Estados que ejercer políticas públicas que hacen germinar ese racismo que a veces se dice a viva voz y a veces no. Haber sido uno de los países que mantuvo las políticas de segregación racial hasta los mismos años ’60 que tanto fascinan al kirchnerismo, y una vez abolida en los papeles, no empujó hacia la integración desde el mismo Estado, trae más problemas que los discursos de un amanecido, y no se sanan con tener un presidente negro o cupos de negros en el cine que siempre se relacionarán con negros en todas las historias.

Algo parecido pasa en Europa. Hace algunos años estaba bailando en una disco en pleno centro de Londres, un boliche underground de estilo fabril que proponía la mejor noche londinense. La música era increíble y todo era bailable de un modo que los argentinos no ven a los ingleses, que siempre los imaginan fríos y aburridos. Las luces de colores barrían la pista de lado y lado y sonó un tema de uno de mis raperos favoritos: Kanye West; que todo lo que hace me parece siempre más maravilloso que lo anterior. Estaba con unos amigos argentinos que vivían hace años en el Reino Unido y cuando el tema sonó le dije “al fin un tema bien nigga”. Nunca vi tanta conversión de la alegría al horror en una cara, en un boliche de una de las ciudades con la mejor noche del mundo. Me dijeron que si alguien me escuchaba decir “nigga” (que es una deformación de la palabra “negro” usada por la comunidad rapera negra para identificarse entre ellos, pero también de modo despectivo por quienes los vapulean) podrían denunciarme y llevarme preso. Si, preso. La solución inglesa para terminar con el racismo sobre las calles alrededor del Támesis era prohibir el uso de una palabra en el discurso, sin importar si uno la usaba para basurear a alguien o para celebrar que al fin pasaban un tema de alguien que me parece un genio de la música, como lo estaba haciendo yo aquella madrugada helada en Londres.

A los ingleses que se les ocurrió creer que la sociedad discriminaba a los negros porque usaban palabras como “nigga” o “negro de mierda” o cualquiera de todas las palabras que hoy están canceladas, se le olvidó recordar que quizás fue el mismísimo Reino Unido que con sus políticas colonialistas destrozó por ejemplo un país negro como Sudáfrica instaurando el régimen del apartheid, o que también apoyó, en todos los sentidos posibles, el genocidio tutsi en Ruanda. Quizás algún inglés colorado con los dientes más desprolijos que los míos se sintió en el derecho de discriminar a un negro por ser negro diciéndole nigga o cualquier otra cosa, porque creció en un país que una Corona apoyó, alentó y se alimentó de la discriminación y el vapuleo denigrante de los pueblos negros. Quizás la palabra es el eslabón más débil de un entramado social que hace posible que esa discriminación exista y haga estragos entre los ciudadanos.

El espanto de la discriminación que vivió y vive hasta el día de hoy África, el antes llamado continente negro, no puede pensarse sin tener en cuenta a Europa y a Estados Unidos en la ecuación. Nadie compró tantos esclavos negros como los yanquis y nadie vampirizó tanto a un continente como Francia, Bélgica y el Reino Unido, con sus colonias, que, aunque hoy ya no sean colonias, siguen siendo fagocitadas por un tesoro europeo al siempre le están debiendo. Los niños que van trabajar a las minas de diamantes de Burkina Faso, Zaire o Congo, son los que sostienen la economía de países como Francia y Bélgica que luego desprecian y persiguen con sus políticas migratorias a todos aquellos que, cansados del trabajo esclavo en los países que ellos desangraron, pretenden ir a los lares europeos en busca de una mejor calidad de vida. A diferencia de lo que sucedió con la máquina cultural argentina promovida y ejecutada por la generación del ’80 que insertó a cuanta ola migratoria azotó al país, incorporándolos a un idioma, una bandera y una historia común, lo que hace, por ejemplo, que yo me sienta argentino y no europeo, a pesar de que tengo todos mis apellidos y ancestros de segunda generación italianos, recontra italianos, en Europa se margina al extranjero, al que no tiene sus costumbres ancestrales, aunque nunca escuché hablar más francés que en Marrakech, incluso mucho más que en París. Eso hace que comunidades enteras que provienen de otros países (casi como cualquier argentino que tiene algo de sangre mezclada con algún extranjero) no se sientan verdaderos franceses como veíamos en el video ultra viralizado de la segregación que se vive en las escuelas francesas. Y para tomar un ejemplo más al alcance de la mano y más banal, en su sesión con Bizarrap, Morad dice “el primero de África en cantar con el Biza” cuando él nació en Barcelona y sus padres son marroquíes. No se siente español, ni barcelonés, porque hay una sociedad que lo expulsa a orígenes impropios, pero con una historia de lucha y resistencia, porque el lugar donde vive no lo acoge como un nativo, sino que lo califica como a un marroquí, por su cara, por sus costumbres, por sus padres. Del mismo modo que los yanquis llaman “anchor babies” (bebés ancla) a los niños que nacen en Estados Unidos de padres extranjeros; ya desde el nacimiento, a esos niños no se los ve como verdaderos yanquis, sino como unos oportunistas. Que Trump crea que todos los hombres que violan mujeres en tierra norteamericana son mexicanos quizás es la consecuencia de una cultura tan arraigada a la sociedad que hace elaborar esos argumentos racistas.

El vivo de Enzo Fernández que lo mostraba a él y al seleccionado festejando intra vestuarios cantando una canción recontra conocida en la que se incluyen comentarios sobre negros, sobre inmigrantes y sobre travestis, no aporta al racismo y a la segregación racial que se vive Europa o que viven algunos jugadores europeos negros o de ancestros extranjeros, más que las políticas estatales europeas. Creer que lo que canta Enzo Fernández alimenta el racismo en los países que juega es querer apagar con escupitajos un incendio forestal. Es querer direccionar la culpa a un cántico, dándole una atención desmedida, para no asumir que cante lo que cante Enzo Fernández o el mismísimo Messi, en esos países van a seguir discriminando a Mbappé sus propios coterráneos y las políticas migratorias y raciales que promueve el Estado francés al que él aporta sus impuestos.

 


 

La lógica actual, del recorte y el simulacro, diseminada, sobre todo, por las redes sociales, hace que quienes ven el video de Enzo Fernández quiten del análisis algo que se viene quitando a menudo de todos los análisis que se hacen de pequeños recortes que circulan y se toman como la mismísima realidad: el contexto. Una frase quitada de contexto puede adjudicarse a las peores cosas como, por ejemplo, al racismo. Si al ver el video en el que Enzo Fernández y compañía entendemos que son una manga de ignorantes que desconocen que hay racismo en el mundo, justamente muchos de ellos que con sus orígenes pobres alguna vez seguramente fueron discriminados, que se juntaron a cantar esa canción con intención de dañar, no sólo la figura de Mbappé, sino la de todos los negros hijos de inmigrantes que les gustan las mujeres trans, es un análisis fácil, pero sobre todo, cómodo; la misma comodidad que crea prohibir la palabra “negro” para parar el racismo.

El contexto del video es de jolgorio, de festejo, de emborracharse y cantar toda la canción que se le cruce; canciones que no inventó ninguno de los que la canta, pero que sí se cantan en las tribunas que los alientan; canciones que los unen a su público, que al cantarlas automáticamente los ubica en esas tribunas siendo uno más, festejando como un mortal, como hincha; canciones de triunfo, de revancha, de goce de ver al contrincante, que habitualmente los discrimina por sudacas, derrotado, mancillado, que pretenden mancillar aún más, hacer leña del árbol caído, porque después de todo, se trata de una competencia, un juego, en el que, como todo juego, se saca lo más tribal y primigenio de uno para ganar y eso se goza de una manera primigenia y tribal, pero que después, cuando la espuma baja, volvemos todos a comer en la misma mesa. Los festejos o rituales tienen orígenes, contextos e historias que los crearon de ese modo. Uno podría pensar, entonces, que el “Haka” de los All Blacks es un ritual violento, amedrentador, que saca lo peor de una competencia y se abstrae por completo de donde viene, de la historia, de quienes son quienes lo hacen. Quizás quienes están para escrutar cada movimiento para endilgarles la responsabilidad de diseminar discursos de odio y racismo porque eso es más fácil que apuntar a los verdaderos factores de discriminación y racismo, tal vez están esperando o exigiendo que en una competencia los contrincantes se den la mano como en una reunión laboral y que al final el ganador festeje recitando poemas de Walt Witman y el perdedor cante con alegría “Cebollitas subcampeón”.

El historiador Germán Friedmann dice que en el único lugar en el que pierde el raciocinio, es cuando está en la cancha viendo a San Lorenzo, porque está expectante de un único propósito. Cuenta que cuando San Lorenzo mete un gol, no importa nada más alrededor y se abraza con el del al lado sin importarle si es un asesino o golpeador de mujeres o un nazi, que son todos los temas que estudia y repudia. En ese momento se suprime la razón para festejar, de la forma que sea, el objetivo logrado. El festejo es algo del instinto animal que aun conservamos, que mientras no se cometa ningún delito, todo debería estar permitido, porque se festeja solo un rato y al otro día volvemos a la vida en un país en crisis constante. Quienes buscan la razón en un festejo desconocen lo que provoca una competencia deportiva (que bien podría yo desconocerla, pero vivo en un país que respira fútbol y es imposible no entender lo que una competencia futbolística significa para un argentino) o le está exigiendo a simples jugadores de fútbol una moral que le dejan pasar a los políticos porque de ellos y no se puede esperar nada. Lo de siempre: se le exige al que da resultados; con los casos perdidos miramos a otro lado mientras hacen sus fechorías, pues están perdidos. Existe un deseo del progresismo argentino, que se expresa mediante exigencias, de que las personas influyentes y populares, como los jugadores de fútbol, tengan un rol pedagógico y social en las ideas que les interesan diseminar. Se mojaron los pantalones cuando Mbappé salió a pedir a los franceses que no voten a la derecha y eso pretenden de los propios. No los aceptan tal cual son, con sus historias, con sus creencias, con ideas políticas, con sus gustos; proyectan una imagen que es la que creen ellos que debería mostrarse. Toda similitud con el fascismo no es mera coincidencia. 

Durante la semana escuché y leí por todos los medios a los adalides de la moral y las buenas costumbres, desgarrarse las vestiduras por el escándalo que les resultaba el modo de festejar del seleccionado argentino, que esos discursos, que se esconden bajo una canción de cancha, fomentan la discriminación y el odio racial. Y fue a esos mismos adalides que los escuché hablar del sionismo extremo que gobierna el mundo y hacer hincapié en las víctimas palestinas la misma semana que se cumplieron treinta años de impunidad del atentado terrorista a la AMIA y en el reclamo de reconocimiento de las víctimas israelíes del atentado del 7 de octubre de 2023 que no tiene la misma difusión que la falsa cifra de 38.000 víctimas palestinas. La difusión de la causa palestina en pleno reclamo de justicia del pueblo judío parece ser información, en cambio un par de jugadores festejando con cánticos polémicos en sus letras, es una irresponsabilidad comunicativa.

De lo que podemos acusar a Enzo Fernández es de ser un newbie en el uso de las redes sociales, cual tía Marta que no entiende y te publica cualquier foto. En estos tiempos de cancelación y en que cualquier imagen es tierra fértil para elucubrar cualquier teoría, es importante saber qué se publica, más aún siendo una figura pública. ¿Es esto lo deseable en un mundo libre que mira al otro sin juzgamientos? Claramente no, pero es la cultura extremista de la cancelación que sólo puede discernir conceptos básicos y cerrados y actuar en función de ellos intentando callar o amedrentar a lo que no se ajusta a sus cánones, aún y mayormente sin delito cometido. La dictadura digital en la que vivimos. Enzo debió saberlo.

Mahatma Gandhi dijo que ojo por ojo el mundo se quedaría ciego y aunque esto no es la ley del talión, la cultura de la cancelación va a dejar cancelados a todos si seguimos deteniéndonos en frases sueltas sin contexto ni circunstancias. Me juzgarán de racista por creer que decirle “negro” a mi amigo de toda la vida es un acto de ternura e intimidad o me harán pedir perdón a un imperio porque resulta que cada vez que estoy ante una situación compleja y digo “es un chino” estoy estigmatizando a uno de los pueblos más grandes del mundo. Se le adjudicará a la palabra un poder supremo cuando en realidad es infinitamente menor que el que provocan nuestros comportamientos diarios o la matriz histórica y social en la que vivimos.

Hace unos años veía una entrevista que le hacían a Quentin Tarantino en relación a su última película “Érase una vez en Hollywood”. La periodista que se notaba por sus comentarios que le había encantado el film (y no es para menos, es una joya del cine), luego de sus loas, le consultó por qué para hacer la película, entre actores y técnicos, las mujeres no superaban el 40% del staff total. Quentin, serio y con total tranquilidad, respondió “No a lugar. Siguiente pregunta”. La periodista insistió y Quentin volvió a responder lo mismo. Hay debates que no hay que dar cuando del otro lado sólo ven un número en una casilla o una palabra que no gusta. Y este texto y estas explicaciones sobre la estupidez humana que nos gobierna, nunca debió haber existido.   

 

Publicado por Juani Martignone.

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