Palabras más, palabras menos

Según las últimas estadísticas, vivimos en un país donde la mitad de los chicos que egresan de una escuela secundaria, sea de gestión pública o privada, no comprende aquello que lee. Peor son en matemática donde el 70% sale sin los conocimientos básicos, eso explica, quizás, por qué se fascinan con alguien que habla de números y economía, aunque en realidad no diga nada concreto o demostrable. La degradación de la lengua que trae consigo la violencia y la vulgaridad como herramientas argumentales para defender ideas que se piensan con treinta segundos de un reel de Instagram, también acota la cantidad de palabras que se utilizan: menos elementos para intentar contar un mundo vez más complejo. Tener menos palabras para explicar más cosas nos quita la especificidad de lo que se dice, transformando todo en una masa amorfa donde todo es lo mismo y procesos complejos pueden reducirse con dos o tres palabras, como un niño que explica el mundo con las cuatro emociones con las que cree que vive.

Hay una idea que responde a la misma pereza intelectual de usar cada vez menos palabras, que cree que esta degradación de la lengua que vivimos y la inauguración de la técnica de argumentar de forma violenta y guaranga, arrancó el 10 de diciembre de 2023, el día que asumió Javier Milei, debido a que son el presidente y sus seguidores el ejemplo vivo del insulto y la violencia verbal como argumento válido, pero sobre todo, como plato fuerte de sus tesis en las que empasta una serie de nombres propios que el 99% de los que lo escuchan los entienden, pero le dan la razón asumiendo la erudición del otro ante el desconocimiento propio.

No sé si obedece a las reglas de la ansiedad, a las de ponerle una cara a nuestros dramas o a tratar a toda costa de no hacernos cargo de haber estado paveando mientras las desgracias se cocinaban a fuego lento, pero en Argentina parece que desconocemos el concepto de “procesos”. Si leemos el dato que la calidad de la educación argentina empezó a decrecer en una curva cada vez más empinada hacia abajo, a partir del año 2000, la primera conclusión que se saca es que la culpa es de De La Rúa que gobernaba por aquellas épocas y terminó con un gobierno fallido, que, para quienes lo vivimos, todavía es una marca indeleble. Poner el resultado que empieza a asomarse en el 2000 en un proceso que llevó a la degradación educacional es algo más complejo, porque quizás, requiere asumir que cuando Menem gobernaba y descentralizó la educación nacional, rompiendo con la fórmula sarmientina que, cual máquina cultural, produjo ciudadanos argentinos incorporando a cualquier persona de cualquier nacionalidad y de cualquier idioma, bajo un único lenguaje, historia y bandera nacional. Los efectos de las decisiones tomadas en los ’90, tanto a nivel de centralización como de salarios docentes, de programas educativos que empezaron a cambiar para adoptar programas españoles como el fallido EGB y los años siguientes otro y luego otro, trajeron consigo un resultado que recién se empezó a visualizar en el 2000. Bastante rápido. Pero nadie pudo avistar ni detener, incluso hasta el día de la fecha.

La petulancia de creer que un único hecho, con fecha y hora, es el inicio de un cambio cultural, desnuda la ignorancia que manejamos a la hora de diagnosticar nuestros problemas o de pretender realizar un cambio cultural. El intento de la imposición del leguaje inclusivo es un ejemplo clarísimo, no sólo de la ignorancia intrínseca, porque, aunque hablamos todo el día de Gran Hermano, parece que muy pocos, incluso aquellos leídos que diagramaron el leguaje inclusivo, leyeron “1984” de George Orwell donde nos contaba cómo actuaba en la gente el intento de imposición de lo que llamaban, en el libro, una “neolengua”. Creer que porque cuatro sororas del Colegio Nacional Buenos Aires crearon una nueva lengua (o modificaron la existente) para cambiar los genéricos y nombrar un nuevo género, iba a hacer un cambio cultural, no sólo demuestra el nivel de infantilismo, sino lo poco que se estudian los temas considerando que, para que algo tan potente y tan complejo como una cultura, son necesarios los procesos lentos y paulatinos. No alcanzó con el beneplácito de algunos intelectuales que les interesaba más las banderas y las intenciones que la efectividad del cambio que se proponía; ni tampoco la cantidad de manuales, series y explicativos y mareas instructivas en las redes sociales que no contaban cómo era correcto hablar para no ofender a nadie. Tampoco alcanzó con aquellos optimistas que decían que en las villas escuchaban a la gente decir “chiques”, porque cuando el zapato apretó, no hubo ni lengua, ni inclusivo, ni yo te creo hermana; la gente que vivía en las villas se vio como estaba y no como les decían que estaban, y se vieron completamente excluidos del mundo palermitano que habitan los defensores de la justicia social brindando con gin tonics. De ahí se explica por qué Milei arrasó en las villas: por un proceso de enajenación de las clases progresistas que se hablaron a ellos mismos, a los de su biblioteca, a los de su vermut, su vino y su porro.

Los procesos de degradación del lenguaje, se fueron dando de forma lenta y erosiva, delante nuestro, creyendo en la inocuidad de las palabras, desconociendo que somos lo que hablamos, que nuestra lengua es nuestro capital social, político e intelectual. Perder eso, virarlo hacia zonas más woke o más violentas, habla de quienes somos, de cómo consideramos que el mundo puede ser modificado a los gritos o diciendo “chiques” y no que el mundo cambia y como consecuencia nos encontramos gritando o diciendo “chiques”. El lenguaje es una herramienta que nos ayuda a explicar el mundo, no es una herramienta que lo puede moldear.

Hace unos días, en algún partido de la selección argentina de fútbol, una periodista de TN recorría las mesas de un bar dónde la gente miraba el partido haciendo preguntas pavotas; la típica “nota de color”. La notera se acerca una mesa a preguntarle a un hincha algo sobre el partido y el chico, antes que ella pueda emitir algún tipo de comentario, le escupe “Clarín devolvé Papel Prensa. Tienen las manos manchadas de sangre” El discurso del 2008 que, dieciséis años después, sigue obturando la sutileza del pensamiento para emitir una frase hecha cuando apenas se ve el logo de un canal. El hincha no debería tener ni quince años durante el 2008, pero decir que Clarín roba nietos de desaparecidos es un hito que quedó en la base cultural de un grupo de personas, que aún cuando están disfrutando de un partido de la selección no pueden escaparse a la bronca de gritar su predica política enojada, como primera cosa por decir, y sin siquiera haber estado involucrado en el proceso. La batalla cultural conquistada por el kirchnerismo, le llevó años de machacar con Clarín (en la última, casi única, entrevista que dio Cristina Fernández de Kirchner a Gelatina, vuelve a insistir con Clarín) durante años, lenta pero eficazmente, hace que un chico, de entre veinte y treinta años, vea un logo de TN y repita “Clarín devolvé los nietos”, no porque sea una causa que haya vivido y moldeado, sino porque es el entorno cultural en el que se crio: el del odio a Clarín por sobre todas las cosas, aun cuando se está disfrutando de un partido de fútbol de la selección argentina.

El kirchnerismo aportó a la degradación del lenguaje no sólo con eslóganes que se repiten sin necesidad de un proceso intelectual, sino que también aportó violencia al lenguaje y sobre todo lo acotó. La estructura cultural kirchnerista requiere de dos o tres sloganes, de dos o tres palabras para identificar a buenos y a enemigos. El tono pendenciero de Cristina Fernández de Kirchner, sin llegar a la vulgaridad de Javier Milei, corrió el límite de cómo debe un primer mandatario debe dirigirse ante el pueblo que gobierna, quienes la votaron y quienes no también. De mismo modo que hoy le ocurre al presidente, por aquellas épocas los Kirchner estaban enceguecidos con una popularidad que sentían que les daba vía libre para hacer y decir cualquier cosa, porque siempre tendrían de su lado un séquito fiel que comería cualquier cosa que le pusieran en el plato de la épica y el simbolismo: fueron desde un slogan como “Clarín devolvé a los nietos” hasta el famoso “Vamos por todo”. Todo sirvió para afianzar a los propios y ahuyentar a los ajenos en una diatriba que necesitó, cada vez más, señalar a los que estaban con ellos (los buenos) y lo que no (los malos); lo que definió Cristina como el “Ellos y nosotros”.

Para poder hacer esta clasificación, la máquina cultural kirchnerista no definió a los propios, sino que definió a los ajenos y entonces, por antonomasia, se pusieron ellos en el buen lugar. Llamó a todo aquel que no comulgara con sus ideas como un facho. A diferencia de los “gorilas” el término inventado para todo aquel antiperonista, acuñado en la primera presidencia del fundador del partido, Juan Domingo perón, el término “facho”, que viene de fascista, tiene una carga simbólica y un contenido específico sobre varios momentos que la Argentina sufrió y que son claros y definibles. El kirchnerismo, pretendiendo estar de la vereda de en frente del fascismo, tildó a todo aquel que no fuera alguien de su anaquel como un facho, con toda la carga negativa que eso implicaba y sin reconocer que los gobiernos kirchneristas, aunque no fueron fascismos, tenían bastantes rasgos autoritarios, típicos de los fachos. Usar esa palabra para definir a todo el que no les gustaba como pensaba, vació complemente de sentido a la palabra en sí, y de repente, alguien que votaba a los opositores del kirchnerismo, como podrían haber sido quienes votaban al radicalismo por su tradición democrática, o los que votaban al PRO por su promesa de republicanismo, o los que votaron al socialista Hermes Binner, se transformaban en “fachos”; gente que se parecía a dictadores como Mussolini. Hoy, que, gracias a esa batalla cultural ganada por el kirchnerismo, cualquiera es un facho, los verdaderos fachos duermen plácidamente en un mar de fachos, un mar de gente que no vota al kirchnerismo, agazapados para dar su golpe, sin que nadie los pueda identificar, pues, en un mundo sencillito y básico, todos son lo mismo.

El 2015 fue el año que, podríamos decir, en la Argentina se inauguró la tercera ola feminista. Y como siempre sucede, cuando la ola se retira, deja sobre la playa una serie de cosas que estaban en el mar que nadie podía ver; otras un poco más visibles, que solamente fueron desnudadas. La megalomanía de Cristina Fernández de Kirchner quedó expuesta tras acusar a la primera marcha de Ni una menos como una “marcha opositora” por tratarse de varias periodistas de Clarín como impulsoras del reclamo de los crímenes de género que se vivían de forma exacerbada, por aquellos días, dejó al descubierto que sólo un megalómano cree que todas las acciones de terceros son para venerarlo o para derrocarlo. Pero sin dudas, una de los restos que dejó la ola feminista en la arena, fue una batalla cultural ganada. Ganada sobre todo en el decil socioeconómico más alto; en las villas las mujeres siguen siendo los sostenes de familia, evitando la caída de sus hijos en el narco y soportando la humillación machista que no se arregló diciendo “chiques”. El feminismo nos dejó, a las elites más cultas, un marco teórico que nos hizo comprender que vivimos en una matriz heteropatriarcal que afecta a varones y a mujeres por igual y que cuando pisa un extremo, termina en una desgracia como la violencia de género, los femicidios o los crímenes de odio.

El marco teórico feminista, de por sí complejo y constantemente debatido, no ahora ni en el 2015, sino hace décadas, parece que fue demasiado para una sociedad que venía con su declive educativo. Cuando en este país podemos producir sólo un 50% de personas que entiendan lo que leen, dejando a un 50% que no puede hacerlo, es posible que el grueso de la sociedad tergiverse “La teoría King Kong”, por ejemplo. Es entonces que surge esta moda muy yanqui de adaptar las complejidades a una teoría for dummies (significa “para tontos” y existen muchísimos libros que explican teorías complejas de forma simplificada, o sea, “para tontos”, como por ejemplo “Economy for dummies”). Cuando este pasaje se hace, los conceptos se vuelven únicos y unívocos, simples y con una única característica: o algo es bueno, o algo es malo. Se infantilizan los conceptos como en un cuento para niños para que al menos una idea simple prenda en un receptor que no es capaz de captar sutilezas intelectuales.

El concepto de violencia se regó como pólvora a punto de estallar, haciendo incluso que estalle como campo minado en el que nunca se sabe dónde pisar. Este concepto de violencia ejercida contra una persona por cuestiones de género que trastoca todos limites, bajó cuantos niveles fuera necesario, para transformar cada micromachismo o cada desatención o estupidez en un acto violento; un acto de violencia machista. Que se hable del cuerpo de una persona, para adorarlo o criticarlo, pasó a ser un acto violento; que alguien no te responda más un mensaje, pasó a ser un acto violento; si alguien luego de tener sexo no te ofrece el desayuno y después no te manda un mensaje amoroso, pasó a ser un acto violento; si alguien dijo feliz día en un día que se conmemora una gesta de lucha, pasó a ser un acto violento; si alguien en su habla no contempla otro género, pasó a ser un acto violento; si alguien insiste con otra persona para tener sexo y no lo logra (sólo el hecho de insistir), pasó a ser un acto violento; si alguien no logró percibir que el otro estaba incómodo, aunque no dijo que no explícitamente, pasó a ser un acto violento. Y es así como quienes opinan del cuerpo ajeno, quienes ghostean, quienes no tienen “responsabilidad afectiva”, quienes no lograron aggiornarse, quienes no usan el inclusivo, quienes no tienen la capacidad de notar cómo se siente el otro o cuando ya hay que soltar, pasaron a transformarse en el grupo victimarios que acosan a víctimas de violencia de género, en el mismo nivel que el tipo que prende fuego viva a su mujer y luego la tira en una bolsa de residuos. Se denunció cuanta situación pareció haber afectado, igualando acostarse con un pelotudo a convivir con un violento, un asesino en potencia. Todos empezamos a tener a tener la violencia intrínseca en nuestra cultura, y eso es el remanso de femicidas que sienten que ya no están solos: siempre habrá un pelotudo que dijo un piropo de más que será tan escrachado como él, que le desfiguró la cara a la mujer una noche que no se bancó que se vista tan puta.

 



Tratando de buscar la violencia machista o el autoritarismo fascista en la cotidianeidad, en las torpezas diarias, en nuestras inconsistencias o nuestras indefiniciones, o en nuestros consumos diarios y a todo lo llamamos con un mismo nombre, o dejamos que lo llamen a todo con un mismo, a pesar de que nosotros lo teníamos claro y no alzamos la voz, todo se volvió un mar de “todoeslomismo” y cuando todo es lo mismo, nada es particular, todos somos culpables de una misma cosa y la responsabilidad se diluye en una masa de gente: no es culpa del dictador fascista, es la sociedad que reclamó y fue permeable a ese fascismo (la idea de golpe “cívico” militar); no es la culpa del femicida, sino de la matriz heteropatriarcal en la que vivimos. Mantener esta cultura ramplona para debatir conceptos que requieren un grado de complejidad que no pueden ser simplemente difundido por divulgadores como se hace banalmente con la historia de la mano de Felipe Pigna y con la filosofía de la mano de Darío Sztajnszrajber, o como se hace constantemente a través de memes o reels pequeños de alto impacto. Es esta situación que permitió que una nueva batalla cultural gane urnas y calles sintetizando un viejo concepto para marcar el límite de los que están del lado del bien respecto de los están del lado del mal: la batalla en la que todo aquel que no piensa como el presidente pasa a ser un comunista.

 

Publicado por Juani Martignone.

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