Libertarios copan el espacio público

Entre las particularidades que definen a nuestro país como una anomalía, una rareza, se encuentran con un rol especialmente activo los fervientes defensores de lo público (espacios, servicios, consumos) que, a su vez, no han pisado un espacio público ni por equivocación. La inteligencia que supieron conseguir estos personajes la ponen a disposición de crear rulos retóricos que justifiquen por qué a pesar de reclamar más kilómetros de subte, usan el auto para hacer dos cuadras (contradiciendo también el discurso ambiental que siempre esgrimen), o por qué si cuelgan el cartel de la educación pública si envían a sus hijos a cualquier escuela privada (la que sea, aún una confesional aunque repudien a la iglesia metiéndose en las obligaciones estatales) o por qué a pesar de taladrarnos con el consumo de la empresas públicas, luego cargan nafta o sacan un pasaje de avión con la empresa que mejor precio ofrece sin importar que sea pública o privada, básicamente como lo hace cualquier otra persona que cuida el mango y desarrolla su ideología en función a la vida que vive.

Entre todos estos vericuetos argumentales siempre lo que se esconde es un axioma que reformula es viejo conocido “Para el César lo que es del César”. Ellos, estos defensores a ultranza de lo público, consideran que como tienen la posibilidad de acceder a lo privado (espacios, servicios, consumos) no tienen la obligación de usar los bienes públicos, incluso dicen dejarle su lugar a quien no puede acceder: al pobre. Y su militancia por lo público lo ven como otro acto de filantropía para ayudarlos a conseguir lo que les corresponde, porque “Para el pobre lo que es del pobre”, para ellos, lo que sus privilegios supieron conseguir.

Esta práctica de militar fuera del plato, desde las afueras como un outsider, alimentan esta idea de casta, de niveles de sociedad en la que algunos pueden acceder a algo mejor privado, y para los que no, siempre tienen lo público, que es entre regular y malo, aunque ellos nos quieran convencer que es buenísimo, incluso mejor que lo privado que ellos consumen o lo público de otros lugares del mundo. Para poner un ejemplo, la educación pública de nuestro país se hizo grande y de prestigio internacional gracias a que todas las clases sociales confiaban ella, no solo con palabras en su discurso, sino ocupando esos espacios también. Los hijos de los ricos iban a la escuela pública, lo que daba más confianza a las familias pobres a llevar a sus hijos a esas mismas escuelas, que no costaban nada, en vez de tenerlos trabajando, porque a futuro cuando se egresaran iban a estar al mismo nivel que un rico. Esto se rompió, del mismo modo que con todo lo público, cuando las clases medias, los últimos en confiar en lo público se retiraron a lo privado. Quedaron sólo los pobres, lo que no tienen elección. “Para el pobre lo que es del pobre”.

Que lo público no funciona no es una novedad para quien lo utiliza, quizás si lo es para el progresismo citadino que lo milita sin conocerlo. Esa desconexión con la realidad, pero con una militancia férrea por insertar con fórceps a la gente a algo que no saben que funciona mal, es casi un pedido de que sufran lo público porque “para el pobre lo que es del pobre” y aleja más a las clases sociales blindándolas en castas intocables de las que no se puede pasar de una a otra. De ahí el porqué del concepto de “casta” tan aceptado por más de la mitad de la sociedad, porque, aunque no sepan exactamente lo que significa, lo sienten. Cuando el progresismo se alejó de la realidad pública para vivir dentro de sus bibliotecas, sus vinos, sus discos de Fito Páez, sus compras en Miami y sus iPhones, entraron los libertarios y coparon el espacio público. Y ganaron las elecciones.

El espacio público es un espacio completamente libertario donde no reina la vida comunitaria y pública sino la libertad personal. Se hace lo que cada uno quiere porque es libre de hacerlo sin importar lo que quieran los demás; una oda a la libertad que desconoce que aun la mayor de las libertades, tiene reglas, deberes que cumplir, para mantener una vida pacífica en sociedad. Hoy, y gracias a la narrativa utilizada por el gobernó actual, cuando de habla de libertad, se habla, en realidad, de libertad individual, se ponderan los deseos personales sin siquiera pensar que uno vive en una sociedad y esos deseos pueden colisionar con los deseos de otros con quienes debemos compartir ese espacio público. Si de algo nos han servido las redes, con pequeñas muestras de la realidad, es para comprender o acercarse a cómo es ese espacio público en el que los deseos y las posibilidades de los ciudadanos derivan en conflictos. Conflictos de convivencia en dónde cada uno considera que tiene la libertad suficiente para hacer lo que hace sin dar nada a cambio, como si la libertad fuera un derecho sin concesiones, algo así como respirar.

El video viral del médico del hospital Argerich que estalla ante una guardia superpoblada, nos muestra cómo es que la libertad de deseos personales no siempre se condice con lo que la sociedad está capacitada para darnos. Exigir una atención más rápida simplemente porque es tu derecho sin contemplar que puede haber otras personas con problemas más graves o más urgentes, o que, como bien le explica el médico, hay poco personal para la demanda que tienen y que quienes están atendiendo, además de ser servidores públicos son también seres humanos, que viven, trabajan, se cansan y también tienen sus propios deseos. El final es el peor, porque entre el vendaval de rabia, el médico les refriega a los pacientes que son de provincia atendiéndose en un hospital de la Ciudad de Buenos Aires, algo que no debería ser ningún argumento porque un médico debe atender a quien lo necesita sin importar quién es ni de donde viene y además va a en contra de un principio muy de la ciudad, pero también del país, que es el de las puertas abiertas a quien necesite ocupar ese lugar sin aduanas de por medio. Este conflicto, que no ven aquellos que desde Palermo se cuelgan el cartel de la salud pública y lloran en redes sociales porque Milei les va a privatizar la salud, es la moneda corriente de quienes hacen uso de ese bien público tan proclamado por un progresismo que defiende aquello que sólo conoce de libros o conceptos. La discusión podría ampliarse, preguntarse por qué la salud pública en la provincia de Buenos Aires no esta buena ni tan accesible que hace que sus habitantes se tengan que atender en la Ciudad de Buenos Aires, o por qué la Ciudad de Buenos Aires subestima la salud pública poniendo tan pocos profesionales, tan mal pagos, trabajando tantas horas, o bien uno podría preguntarse qué pasa con la educación pública que cada vez produce menos médicos para un mundo cada vez más medicalizado.

La educación es otro caso en el que prima la libertad individual por sobre la colectiva. Ya sea de gestión pública o privada, la escuela siempre es un espacio público, un lugar a donde debería poder ingresar quien quisiera sin derecho de admisión o permanencia (salvo el dinero en el caso de las privadas) y son el espacio donde se brindan conceptos basados en un programa de estudios nacional, público. La libertad y los deseos individuales de lo padres de los alumnos fueron vaciando del relativo poder que tenían los docentes dentro de las aulas, acompañado, también, por un desinterés del Estado aun cuando fue manejado por los que se cuelgan en el cuello el cartel de la educación pública que no eligen para sus hijos. Vimos padres increpando a docentes porque no les gustaban las notas que sus hijos sacaban o cómo el docente daba la clase; padres antivacunas que no vacunaron a sus hijos y escuelas que, para no perder las matrículas, los aceptaron; alumnos que vandalizaron aulas y maltrataron física y verbalmente a docentes y no recibieron castigos ni aprendizajes, porque fueron otros adultos los que enfrentaron a las instituciones públicas diciendo que pagar por los errores que uno comete estigmatiza, deprime a los alumnos, les quita ganas. En una escuela que ya no podía dar una teoría de calidad, tampoco pudo dar moral ni educación para vida comunitaria, maniatada por las libertades individuales de cada familia que se acercaba a la institución, en un mundo que cada vez se amolda más y más a un esquema que se arma para que los niños no sufran ni siquiera un revés de la vida, que estén ultra protegidos con todas las etiquetas posibles para no conocer ni siquiera lo que es un peligro; saber lo que es el peligro o el fracaso sólo por los libros o los conceptos, del mismo modo que hacen los defensores de la educación pública que no consumen.

Pero la vida libertaria se hace mucho más presente en algo a lo que nos enfrentamos todos los días y casi siempre nos resulta esencial (la educación y la salud lo son, pero no recorren todos los días de nuestra vida), como lo es el transporte público. Aquel espacio que solía ser un lugar en dónde descollábamos por tener una serie de reglas de convivencia pública, se fue deteriorando al punto de que nada importe el de al lado sino sólo el propio deseo.

Recuerdo una vez a unos italianos que tuve que ir a buscar para una reunión de trabajo y, como todo estaba cortado, tuvimos que cruzar 9 de Julio por el medio de una manifestación. Cuando vi sus caras de sorpresa, les aclaré que en Argentina eran normales las manifestaciones de reclamo y ellos me dijeron que en Italia era mucho más normal que acá, lo que les asombraba era que la gente, en el metrobus, hacía fila para esperar el colectivo. “En Roma no hacemos fila ni en el supermercado” dijo uno de los dos. Unos años después, esperaba un barquito en la costa amalfitana que me llevara de Sorrento a Positano; nadie hacía fila y cuando el barco arribó, subir se transformó en una pelea infantil para que pase el más fuerte. Lo que me sorprendió: en mi país éramos más civilizados, respetuosos. Latinoamérica no es distinto. Al tránsito fatal de Lima se le sumaba la odisea que era subirse a colectivo, que te frenara para subir o bajar, que la gente te respete arriba, que el colectivero no suelte el pie del acelerador, aun cuando abría la puerta para bajar. Como en Italia, reinaba la ley del sálvese quien pueda.

En Argentina la fila todavía la respetamos, y si alguien quiere sobrepasarse en esa o en cualquier fila, siempre tenemos a las señora pelos de cocker que se inmolan por conservar los últimos valores de esta nación y algo le dicen al vivo que quiere adelantarse algunos lugares; son el último reservorio moral de la patria. Ahora arriba de bondi, la ley es la dicta tu corazón. Las nuevas generaciones consideran al auricular como un electrónico obsoleto, como un VHS; la música, los reels, los bailecitos de Tik Tok, el audio de tu amicha, se escucha en altavoz ¿a quien puede importarle lo que piensen los demás? Lo que quizás pueda suceder es que a los demás no sólo no les interesa, sino que les molesta, o porque vienen cansados de un día de trabajo y esos cuarenta minutos son una pequeña siesta, o porque vienen leyendo o por el simple hecho de no tener que soportar un sonido latoso que se vuelve irritante. “¿Qué te molesta a vos? no escuches y listo” me dijo un menos veinticinco años cuando contaba como proeza que había ubicado a una vieja que le había pedido que se ponga auriculares. “Usted quiere leer y yo quiero escuchar música ¿Por qué lo suyo vale más que lo mío?” dijo triunfante y los cuatro menos veinticinco que ahí también estaban, coincidieron. En esto también se puede ver la debacle de la educación argentina, en ese modo de razonar. Y eso explica también la reacción furibunda del señor en el tren contra el joven que venía escuchando su teléfono mientras el señor quería descansar, y que se hizo viral.

 



Pero tampoco debemos demonizar a la juventud que no son más que el engendro que supimos parir, a los que les damos este mundo sin presente ni futuro, convencidos que fue una buena elección poblar este mundo horrible. La gente mayor es la que menos se prende al auricular, quizás por el mismo desconocimiento que les hace hacer compartir fakes en el muro de Facebook o quizás por la impunidad de la vejez o quizás también, por creer que la regla de estos nuevos adminículos portátiles es la de hacer lo que yo quiero porque yo quiero. Siempre existió una tiranía de la vejez, aunque en este último tiempo la gerontofobia de la juventud que se cree que será forever young, fue arrastrando a la gente mayor al grupo de los viejos meados. Sumado a que los millenials son los nuevos padres y cargan una culpa más pesada que la judeocristiana y que se la impusieron los psicólogos y los coachs ontológicos, que dictan como un mantra que los hijos tienen que tener mucho mas y mucho mejor que lo que ellos tuvieron de chicos, como si hubiesen tenido una vida de mierda. El mercado, ni lento ni perezoso, se puso a tiro y generó a mansalva una serie de productos y servicios para niños que son la trampa fácil de padres culpógenos. Ropas que los hacen ver como adultos, gym para niñes, yoga para niñes (como si fuera sano moldear el cuerpo de un niño de ocho años o necesite relajar después de cinco arduas horas de escuela) y hasta consumos de adultos que se han ajustado al público ATP para incluir al público infantil. Una nueva dictadura, pero esta vez de la niñez, donde todo el mundo de los adultos gira en torno en complacer con placeres materiales a los niños, porque ya sabemos que la educación no es una prioridad para ningún adulto, incluido los padres; sólo basta con ver los resultados educativos aun de la escuela más cara del país. Este cambio de polaridad provocó que hoy la prioridad la tenga el rango etario más individualista de todos: los niños. Si entra un niño al colectivo, alguien tiene que pararse para cederle el asiento al príncipe, nada de viajar incómodo en la falda del padre o aprender a viajar en un colectivo como lo hará el 70% de su vida: parado. Algunos aluden cuestiones de seguridad, pero ver diez asientos ocupados por niños, dormidos, desayunando, viendo el celular a todo volumen, junto a otros diez asientos contiguos ocupados por sus padres que los van cuidando de cerca, mientras un señor de más de setenta, que le cuesta caminar, debe viajar parado, indigna. Y esta imagen es real y la presencié más de una vez y a nadie le llamó la atención. Todos estaban ocupados satisfaciendo sus deseos.

El problema de estas conductas libertarias es que se llevan a otros ámbitos: al cine donde una película ya no se mira más en silencio y las pantallas de los celulares están encendidas; a un colegio donde lo que importa es cómo se siente el alumno y no los conceptos a aprender; en una reunión donde hay que complacer a todos respetando cada elección de alimentación de cada uno; a la mesa familiar, cuando todos miran más su teléfono que compartir una velada con otros y conectarse con esos otros; a la pareja donde importa más la satisfacción sexual personal, lo que uno espera del otro disfrazado de un concepto falopa como responsabilidad afectiva, sin importar el compromiso, el sacrificio, la renuncia que requiere construir algo con otro; a los debates políticos y sociales dónde es más importante la experiencia y la opinión personal que la construcción colectiva de un pensamiento, lo que lleva a radicalizaciones tales como no hablar con los que piensan distinto; la idea de que todo y todos tenemos el mismo valor, que a quien estudió muchísimo algo, alguien, que no sabe nada, puede enfrentarlo y todos debemos tomar su opinión como valida; a poner un sentimiento tan individual como la ofensa, como aquello a lo que hay que evitar, moverse en un mundo que no ofenda ninguna individualidad.

Se confunde la diversidad con individualismo, el respeto al otro se logra a través de la grosería de uno exigirlo, la empatía con la erradicación de la ofensa, y así se desarrolla la tiranía del yo, que no deja de ser una tiranía. Esto explica bastante de nuestro presente.              

 

Publicado por Juani Martignone.

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